Se avecina otro invierno con el COVID-19 aún presente, pero este momento de la pandemia se siente diferente. A los 87 años, estoy volviendo a familiarizarme con la vida social que había puesto en pausa durante muchos meses. Voy a restaurantes y museos, voy a la iglesia y visito a mis nietos. No obstante, todos los días, cuando me aventuro, hay una voz en mi mente que me dice: “¿es esto demasiado arriesgado para mí?”.
Pero si el peligro de enfermarme con el COVID-19 me frena de vez en cuando, hay algo aún más fuerte que me atrae: el miedo a no aprovechar al máximo el tiempo que me queda.
La esperanza de vida es de solo seis años a mi edad. Quiero pasar el tiempo que me queda viajando, yendo a fiestas con amigos y viendo a todos mis nietos. Estoy encantada de que mi comunidad de jubilados se haya reabierto. El comedor vuelve a servir comidas y me he unido a una clase de baile y tai chi. Quiero disfrutarlo todo ahora.
Sin embargo, esto no quiere decir que esté viviendo sin miedo. Aunque confío en que mi triple dosis de la vacuna contra el COVID-19 me protegerá, no soy la misma persona que era antes de la pandemia. Te sientes vulnerable cuando te recuerdan repetidamente que las personas mayores de 65 años tienen un mayor riesgo de morir por el COVID-19. Tengo algo de miedo a las multitudes y a las grandes reuniones, y me niego a tocar a otras personas. El dolor y el sufrimiento del mundo están conmigo de una manera que nunca antes lo habían estado, y ahora soy muy consciente de que lo que damos por sentado como normal puede cambiar en un instante. Pero estoy lista para seguir adelante.
Debido a que la pandemia nos obligó a mí y a mis compañeros a estar tan protegidos, la vida diaria se volvió, irónicamente, libre de estrés y, para algunos de nosotros, aburrida.
No fue lo mismo para mis hijos adultos o para muchos de mis clientes de terapia, la mayoría de los cuales tienen entre 40, 50 y 60 años. Sus niveles de estrés fueron extraordinarios. Algunos tomaron precauciones al extremo y desinfectaban hasta sus comestibles. Muchos de mis clientes más jóvenes parecen muy cautelosos a la hora de volver a una vida más normal. Me dicen que se lo están tomando con calma.
Vivir hasta los 80 no era muy común hasta hace relativamente poco tiempo. Pero ahora la gente de mi edad está haciendo todo tipo de cosas: caminar por el sendero de los Apalaches, enamorarse, escribir poesía por primera vez o ayudar a reasentar a refugiados afganos. Tener 80 años no significa que tengas que concentrarte en la supervivencia. Es un momento para disfrutar de una vida plena. Y eso es lo que estoy lista para hacer.
–Glosado, editado y traducido–
© The New York Times