En 1990 no ganó la propuesta del cambio radical de Vargas Llosa sino la de la continuidad, aunque luego el ganador, Alberto Fujimori, cambiara radicalmente el modelo económico, para bien, porque dejamos atrás las crisis cíclicas, pasamos a crecer de manera sostenida y redujimos apreciablemente la pobreza.
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En el 2006 tampoco ganó la propuesta del cambio de modelo de Ollanta Humala, sino la de “cambio responsable” de Alan García, pese a su elevado antivoto. Una mayoría prefirió defender los avances.
En el 2021 no es tan seguro que gane la defensa del modelo económico porque la pandemia ha venido a destruir parte del mayor bienestar alcanzado. Hay menos qué defender. Muchos han regresado a la pobreza, que es peor que no haber salido de ella. Y muchos han muerto en medio de la incapacidad de acción del Estado. Por añadidura, la confrontación política de los últimos años, la no reelección y los procesos Lava Jato derrumbaron el ‘establishment’ político.
Pero el representante del cambio radical en esta elección apunta a cambiar lo que, pese a todo y a los frenos regulatorios introducidos, funcionaba relativamente bien hasta antes de la pandemia –la economía de mercado–, en lugar de apuntar a lo que funcionaba mal: el Estado –el encargado de nivelar la cancha para todos–, y las reglas de juego de la política.
Se enfrentan acá un ‘outsider’ que viene de abajo con un discurso emocional y agresivo de revancha contra el “amo”, que moviliza demandas primarias de reparación social, contra un discurso racional que debe persuadir acerca del peligro que representan la estatización de la economía y el eclipse de la democracia, y demostrar que bajo su liderazgo la economía volverá a florecer y la pandemia será abatida.
Es más fácil personalizar al opresor en la gran empresa o en los políticos que en el Estado, que es abstracto y es por definición protector, no esquilmador. Pero es lo contrario. Oprime, extrae rentas y es corrupto. Una política estatista no haría sino agravar estas características.
De todas maneras, en un porcentaje importante de la población puede terminar primando el voto pragmático, no ideológico o visceral. Por eso Castillo parece haber entendido que su discurso radical puede ahuyentar a un número suficiente de electores para impedirle el triunfo. Entonces ha optado estratégicamente por moderarse. Ayer declaró que él no contempla la expropiación de la propiedad privada, tomando aparentemente distancia del leninista Cerrón. Pero él mismo había anunciado en Cajamarca que “hay que nacionalizar el gas de Camisea, el oro, la plata, el uranio, el cobre, el litio que acaba de entregarse a otros países…”.
Ha dicho que respetará la Constitución hasta que una asamblea constituyente la cambie. Pero una asamblea constituyente no es constitucional, precisamente. Y ante la eventualidad de que el Congreso no la acepte, dijo: “Yo no lo voy a cerrar, lo va a cerrar el mismo pueblo”. Antes había dicho que desactivará el Tribunal Constitucional, porque no defiende al pueblo.
Estamos ante la conocida estrategia de cambiar la Constitución para perpetuarse. Que es literalmente el mensaje de Cerrón: “Llegar para quedarse en el poder”. Esa no puede ser la suerte del Perú.