Si repasamos más de 20 años de movilización climática, hay dos temas que saltan a la vista: la obstinada falta de voluntad de los activistas para reconocer cualquier dato científico inconveniente para sus objetivos y las siempre cambiantes historias favoritas, primero elevadas y luego dejadas de lado. La única constante es la obsesión por asustar al público, lo que, a su vez, ha dado forma a malas políticas climáticas.
A principios de este siglo, el oso polar era el emblema del apocalipsis climático. Los manifestantes se disfrazaban de osos polares, mientras que la exitosa película de Al Gore, “Una verdad incómoda” (2006), nos mostraba a un triste oso polar animado flotando hacia su muerte. El “Washington Post” advirtió que los osos polares se enfrentaban a la extinción e incluso el jefe científico del Fondo Mundial para la Naturaleza llegó a afirmar que algunas poblaciones de osos polares serían incapaces de reproducirse en el 2012.
Luego, en la década del 2010, los activistas dejaron de hablar de los osos polares. ¿Por qué? Porque después de años de tergiversación, finalmente les resultó imposible ignorar una montaña de evidencias que demostraban que la población mundial de osos polares ha aumentado sustancialmente de unos 12.000 ejemplares en la década de 1960 a unos 26.000 en la actualidad. (¿La razón principal? La gente caza menos osos polares).
Lo mismo ha ocurrido con las representaciones de la Gran Barrera de Coral australiana. Durante décadas, los activistas gritaron que el aumento de la temperatura del mar estaba acabando con el arrecife. Tras los graves daños causados por un huracán en el 2009, las estimaciones oficiales australianas sobre la cubierta de coral alcanzaron su punto más bajo en el 2012. Los medios de comunicación se inundaron de afirmaciones sobre la “catástrofe del Gran Arrecife” y los científicos predijeron que el arrecife estaría diezmado en el 2022. “The Guardian” incluso publicó un obituario.
Las últimas estadísticas oficiales muestran un panorama completamente distinto. En los últimos tres años, la Gran Barrera de Coral ha tenido más cobertura de coral que en cualquier otro momento desde que se iniciaron los registros en 1985, y el 2024 ha establecido un nuevo récord. Las buenas noticias reciben una fracción de la difusión que tuvieron las historias de miedo.
Una historia climática a menudo recurrente ha sido el supuesto hundimiento de pequeñas islas del Pacífico debido al aumento del nivel del mar. En el 2019, el secretario general de las Naciones Unidas, António Guterres, voló hasta Tuvalu para una foto de portada en la revista “Time”. Vestido de traje, se metió hasta los muslos en el agua, demostrando “el hundimiento de nuestro planeta”. El artículo que acompañaba la foto advertía que la isla, y otras similares, desaparecerían del mapa debido al aumento del nivel del mar.
Este verano, el “New York Times” compartió al fin lo que calificó de “sorprendente” noticia climática: casi todas las islas atolón están aumentando de tamaño. De hecho, la literatura científica ha documentado esta tendencia durante más de una década. Mientras el aumento del nivel del mar erosiona la tierra, la arena adicional de los viejos corales es arrastrada a las costas bajas. Estudios exhaustivos demuestran desde hace tiempo que esta acumulación es más fuerte que la erosión causada por el clima, lo que significa que la superficie terrestre de Tuvalu está aumentando.
El cambio climático es real. Está provocado por el hombre. Es un reto que requiere políticas sensatas. Pero los activistas hacen un enorme daño a la causa al negarse a reconocer evidencias que ponen en tela de juicio su visión catastrófica del mundo. La suma de todas las afirmaciones erróneas conforma el pánico climático que ha llevado a los políticos a aprobar leyes sobre el clima que ahora cuestan al mundo más de US$2 billones anuales, a cambio de un beneficio ínfimo.
En la actualidad, las olas de calor mortíferas son la nueva historia de terror y el más reciente ejemplo de ceguera deliberada ante el panorama general. Recientemente, el presidente estadounidense Joe Biden afirmó que “el calor extremo es el asesino número uno relacionado con el clima en Estados Unidos”.
Biden se equivoca. Mientras el calor extremo mata anualmente a casi 6.000 personas, el frío mata cada año a 152.000 estadounidenses, de los que 12.000 mueren de frío extremo. A pesar del aumento de las temperaturas, las muertes por calor extremo estandarizadas por edad han disminuido en Estados Unidos casi un 10% por década y en todo el mundo más aún, en gran parte porque las personas más prósperas tienen más posibilidades de permitirse aparatos de aire acondicionado.
Si las 6.000 muertes por olas de calor son una auténtica prioridad, una respuesta sensata sería garantizar que la electricidad siga siendo barata en EE.UU. para que no solo los ricos puedan mantener el aire acondicionado funcionando. La misma receta política sería válida si el presidente Biden prestara atención a los 152.000 estadounidenses que mueren cada año de frío. Los accidentes cerebrovasculares y los infartos de miocardio aumentan cuando las personas mayores no pueden calentar sus casas en invierno. Lamentablemente, en lugar de mantener bajos los costos de la energía, gran parte de la política climática hace lo contrario.
Resulta difícil no ver un patrón de activistas alarmados por el clima que asustan a la gente y eligen ignorar los datos científicos inconvenientes para su relato durante todo el tiempo que pueden, antes de cambiar simplemente a un nuevo espanto climático cuando resulta demasiado incómodo no hacerlo.
Pero las campañas de miedo tienen consecuencias. Dejan a todo el mundo, y especialmente a los jóvenes, angustiados y abatidos. El miedo conduce a malas decisiones políticas, como las de los gobiernos occidentales que gastan billones de dólares en respuestas climáticas ineficaces. Los políticos también erosionan la confianza pública, al hacer hincapié en las muertes por calor, porque encajan en la narrativa, mientras ignoran un número mucho mayor de muertes por frío.
Decir medias verdades mientras se pretende piadosamente seguir la ciencia beneficia a los activistas en su recaudación de fondos, genera clics para los medios de comunicación y ayuda a los políticos a reunir votantes. Pero nos deja a todos mal informados y en una peor situación, muy lejos de las verdaderas soluciones.