Una de las consignas políticas y sociales de hasta hace unos años afirmaba que el electorado busca elegir a líderes con una visión de la sociedad en su conjunto. Los radicalizados, los que proponen o temen un apocalipsis, los que pierden los estribos, por lo general, según esta teoría, estaban en desventaja frente a los que ocupaban con entereza el centro político; es decir, los que acogían a todos.
La realidad de los últimos tiempos parece desdecir esta consigna. Cada vez aparecen más radicales en puestos de poder y las sociedades parecen ir radicalizándose en su conjunto. En países tan distintos como Brasil, Estados Unidos e Inglaterra, líderes radicales ocupan los principales puestos políticos, protegidos por una base social. El pasado 28 de diciembre, el “New York Times” entrevistó a un grupo de pobladores de la zona de Golden Valley, en Arizona. Todos ellos estaban fuertemente armados, tanto por sus declaraciones como por sus rifles y pistolas. Uno de los grupos se hacía llamar AZ Patriots y participaba en un evento llamado Trumpstock. La misión de estos grupos, según el reportaje, es prepararse para la guerra civil si Trump no sale reelegido. Un tipo llamado Mark Villalta declaraba que no era violentista pero que estaba reuniendo las armas y que, si Trump no salía reelegido, “haría lo que tendría que hacer”.
La polarización de la sociedad estadounidense se repite en otras sociedades y puede favorecer la reelección de Trump. Hasta ahora, ninguno de los precandidatos demócratas inspira las mismas pasiones. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que Trump inspira detractores que son tan viscerales como sus seguidores, y que el antivoto también podría destruirlo.
Hablando de elecciones, la designación de Pedro Sánchez como presidente de España el pasado martes siguió a un debate también polarizado en el Congreso español. A lo largo de las sesiones se intercambiaron toda clase de improperios entre los congresistas. Las acusaciones parecían estar hechas siempre desde las trincheras (los congresistas del PSOE y de Podemos usaban términos como la ‘derecha’ y la ‘ultraderecha’, y los del Partido Popular y de Vox usaban otros como ‘patológico’ para referirse a sus rivales). La congresista catalana Montserrat Bassa llegó a decir que “en lo personal” le importaba un comino la gobernabilidad de España. Luego apoyó con su abstención la elección de Sánchez, no sin antes declarar, al igual que sus compañeros de Esquerra Republicana, su vocación independentista. El miércoles, una conversación cordial, con toques de humor, entre el rey Felipe VI y el presidente elegido calmó de momento la situación.
Los líderes radicales y extremistas aparecen también en Italia, Hungría y en Holanda. Figuras inclusivas como Angela Merkel, que recuerda a otras del pasado, son vistas por muchos como antiguallas. Hoy la corriente parece ser más bien declarar la guerra entre unos y otros. En el Perú también hay un intento de radicalización conservadora lleno de falsedades. Un ejemplo es la declaración reciente de la excongresista Rosa Bartra según la cual el Ministerio de Educación busca enseñar a las niñas que “empoderarse es masturbarse”.
Los extremismos son magníficos pero solo en la imaginación. El arte nos ofrece la ocasión de rebasar los límites, algo que la realidad nos impide. Es por eso que los juicios morales sobre el arte están fuera de lugar. En la vida social, en cambio, los extremismos son peligrosísimos. Hace cien años, William Butler Yeats, en su gran poema “La segunda venida” escribía: “Las cosas se desmoronan. El centro no puede sostenerse”. Era una definición sobre lo que ocurría en su época, y quizá en la nuestra.