La ratificación por parte del Congreso de la Convención Interamericana sobre la Protección de los Derechos Humanos de las Personas Mayores, después de dos años de trabas, ha carecido, como merecería, de la debida pompa y circunstancia: poca cobertura periodística, ralos comentarios de nuestros habituales opinólogos e, incluso, celebraciones mesuradas entre aquellos que la promovían.
Nada raro en el Perú de hoy. Hipnotizados con tantas normas populistas que viene aprobando el Parlamento en un año preelectoral y los enormes problemas derivados de la pandemia, nos hemos tornado rehenes de los titulares de la prensa. Ahora recorremos las noticias como aquel ebrio que camina en zigzag, dando tumbos de un lado para el otro, sin fijar la atención en un punto determinado ni conseguir la estabilidad en ninguno.
Pero como la democracia es, ante todo, la suma de derechos y, más aun, cuando está en juego la vida de millones de personas, resulta necesario colocar las mayúsculas donde se merecen. Y esta Convención no es la típica declaración de lo ‘políticamente correcto’, pues puede transformarse en una poderosa herramienta para que nuestros adultos mayores dejen de ser la última rueda del coche en la sociedad peruana.
¿Qué pretende en esencia? Obligar al Estado Peruano a garantizar la igualdad y las libertades fundamentales de las personas mayores, la negativa a que sean despedidos de sus trabajos por razones de edad (como ha ocurrido en los últimos años, por ejemplo, con catedráticos brillantes en las universidades), su acceso irrestricto a la salud (un aspecto crucial en un momento en el que se han convertido en el sector de la población más castigado por el COVID-19 y en el que han surgido denuncias de discriminación en la atención hospitalaria de los mayores), entre otros aspectos importantes.
Convertirte en adulto mayor es difícil, pero resulta peor si ocurre en un país como el Perú. Un informe de la Defensoría del Pueblo muestra en algo la magnitud del problema al indicar que el 99% de las mujeres adultas de las zonas rurales no recibe una pensión de jubilación, así hayan trabajado toda su vida, y la mayoría carece de acceso a la salud, a una vivienda digna o, por último, a una vida sin violencia.
Si la norma, a todas luces, parece conciliar con el sentido común, ¿por qué entonces esta despertaría resquemores? ¿Por qué algunos congresistas en los dos últimos Congresos se quitarían las mascarillas que deberían mantener cual escudos en pro de la defensa de los intereses generales para asumir una gran distancia social con la iniciativa?
¿Qué existe en dicha norma como para haber merecido semejante demora que devino en una lucha entre el bien y el mal, en la búsqueda de su confinamiento en las calendas griegas, en tortuosas negociaciones tras bambalinas y en maniobras dignas de la mejor novela kafkiana como el uso inédito del mecanismo legislativo denominado ‘reconsideración de la reconsideración’ (sic) para conseguir su aprobación?
El motivo de la larga postergación sería risible, si no estuviese en juego el destino de tantas personas. Como si se tratase del espantapájaros de la película de El Mago de Oz, el hecho de que en algunos párrafos del tratado internacional apareciesen los términos “igualdad de género” y “orientación sexual” encendió las antorchas y derivó en un burdo maniquí que esta vez no alejó a las aves, sino a algunos representantes del pueblo a endosar su respaldo a la Convención.
Una vez más, la redundante primacía del interés sectario se imponía por encima del interés general, el de la defensa de un sector abandonado, olvidando que hasta el Papa Francisco en el documental “Francesco” ha afirmado que “nadie debe ser discriminado por su orientación sexual”; es decir, el Sumo Pontífice de la Iglesia Católica ya retiró el supuesto azufre divino sobre la suma de vocablos luego de que la ciencia, la lógica, la psiquiatría y hasta las ciencias sociales reconociesen la pertinencia de su uso.
Este hecho debería llamar a una profunda reflexión acerca de los grandes problemas que nos ha causado en el aspecto social y sanitario la elección de políticos que se atrincheran en sus convicciones religiosas con narrativas muchas veces insólitas, en desmedro del bien común de los ciudadanos.
Algún día, cuando el peso de la realidad se imponga sobre la mentalidad trasnochada y escapemos de aquellos que defienden estas burdas dicotomías, los historiadores del futuro tendrán grandes dificultades para entender qué llevó a tantas generaciones a colocar al Perú a la saga de las naciones sudamericanas en el reconocimiento de los derechos fundamentales, máxime cuando solo en la semana pasada Bolivia aprobó la primera unión civil entre personas del mismo sexo y Chile admitió en sus fuerzas armadas a una primera persona trans.
La historia difícilmente será benigna con aquellos que mantienen el negacionismo como bandera y nos han conducido con sus intereses particulares por la carretera suicida hacia el despeñadero en cuyo fondo habitan la oscuridad, el dolor de millones de seres humanos y el atraso.