Los gurús del comportamiento no se ponen de acuerdo: algunos dicen que toma veintiún días, otros que toma más de sesenta; lo cierto es que una vez que un hábito se incorporó en nuestras vidas no es tan fácil librarse de él. Hace tres años no sabíamos qué era usar una mascarilla; hoy nos la ponemos automáticamente y sin pensarlo a la hora que salimos de casa. Antes nos presentaban a alguien y le estrechábamos la mano o le estampábamos un beso en la mejilla. Hoy nuestra primera reacción es chocar los puños o saludar con una inclinación de cabeza. Los besos se volvieron egoístas y los abrazos exclusivísimos. Las sonrisas se leen en los ojos, no en los labios. Mis sobrinos menores de cinco años no tienen recuerdos de un mundo de rostros descubiertos; lo suyo siempre ha sido ir de enmascarados.
Cada generación ha incorporado nuevos patrones para poder sobrevivir física o mentalmente a las circunstancias que le tocaron. ¿O acaso ya olvidaron las múltiples recomendaciones en los ochenta y noventa para no sucumbir despedazado por una bomba? “Si ves un resplandor, tírate boca abajo, pon la cabeza de lado, con una mano te tapas los oídos con la otra los genitales”. Información de guerra incorporada a nuestra diaria rutina, a una existencia en la que las ventanas lucían atravesadas con ‘tape’ para que los vidrios no saltaran por los aires, a un día a día en el que al rugido de la bomba le seguía un apagón que ya no asustaba a nadie. En la era analógica era más fácil seguir con tus planes cuando se iba la luz. Total, el lápiz y el cuaderno siempre podían ser iluminados por la humildad de una vela que no necesitaba de un enchufe para recargarse.
“Total…” tal vez esa sea la palabra que resulta más espeluznante cuando hablamos de esa capacidad que tenemos todos los seres humanos de acomodarnos. De esa tendencia a la inercia, a la normalización, que claramente opera como un instinto protector de nuestras vidas, pero también se convierte en una anestesia para la capacidad de asombro, para el siempre indispensable apetito de indignación. Veo las imágenes cada vez más pavorosas de una Ucrania que se cae a pedazos bajo las bombas de Vladimir Putin y no puedo evitar pensar que a la escalada de brutalidad la acompaña la de la costumbre. Una foto de una madre abrazada de su niño conmueve, asusta; un millón de fotos, anestesian.
Los días pasan y al horror y desconcierto iniciales los desplaza esa extraña convicción de que no hay mucho que hacer, salvo esperar a que los rusos terminen su expedición de muerte. Total (otra vez esa maldita palabra), vivimos en un mundo que se ha pertrechado hasta los dientes con bombas atómicas que no puede usar, porque sabe que las consecuencias serían catastróficas para toda la humanidad. Putin pisotea a sus vecinos amparado en la paradójica y estúpida situación de que están demasiado armados para detenerlo.
La guerra de Ucrania empieza a ocupar menos tiempo en los noticieros. Poco a poco es desplazada de las primeras planas de los diarios impresos y de las noticias en la web. Y pasa a esa rara categoría de desastre domesticado en el que descansa la mancha de petróleo que Repsol dejó tirada en nuestro mar. Sus muertos terminan haciéndole comparsa a los pescadores de Ventanilla que llevan demasiado tiempo sin poder trabajar. Sus víctimas recogen lo que les queda y caminan hacia fronteras que empezarán a recibirlos con tedio, con incomodidad. Y pronto serán una masa tan inmanejable como los nicaragüenses que caminan hacia los Estados Unidos, los venezolanos que esperan que algún día caiga Nicolás Maduro, o los africanos que no alcanzan las orillas de Europa y se ahogan en el Mediterráneo.
Porque a todo se acostumbra uno, principalmente a la barbarie.