El ciclo institucional en el que estamos se abrió en julio con un intenso proceso de definición de un referéndum llamado para antes de que termine el año. Los debates sobre esta iniciativa cambiaron el eje de las relaciones entre el Ejecutivo y el Congreso, y eso resulta saludable. Pero al final el Ejecutivo, promotor del proceso, ha terminado por llamar a votar “no” por el Senado. El apresuramiento con el que todas las partes abordaron los componentes del proceso ha terminado por poner en riesgo la más importante, aunque la menos popular, de las propuestas en discusión. En su lugar, la prohibición de reelección parlamentaria, la más llamativa pero a la vez la menos sostenible de las opciones en discusión, se ha convertido en el factor que dividirá las aguas en el debate para diciembre.
Entonces ya no estamos hablando de cómo organizar el país para la siguiente centuria. Estamos discutiendo si queremos impedir o no que quienes ahora están en el Congreso se mantengan en él después del 2021. Y para eso, una cuestión de corto alcance, estamos planteando modificar la Constitución que, nos guste o no, tendría que tocarse solo para asuntos de la mayor importancia.
Los debates institucionales provocan siempre tensiones entre las soluciones de corto y de largo alcance. Pero el juego de la política, abordada con la propiedad que supone salir de los pasillos y las simples componendas, supone administrar esas tensiones en busca de puntos de equilibrio duraderos. Algo está fallando muy seriamente en nuestra manera cotidiana de abordar la política si el apresuramiento por imponer salidas inmediatas a las cosas termina convirtiéndose en principal consejero.
Temo además que el desequilibrio que impone la prisa impregne también nuestro sistema de persecución de delitos. El antecedente que organiza este otro ciclo de nuestra vida institucional ancla sus raíces a principios de julio, cuando fueron difundidas las primeras grabaciones que conocimos de conversaciones entre los miembros de la llamada banda de Los Cuellos Blancos del Puerto. Solo el apresuramiento explica que el señor Chávarry, fiscal de la Nación, haya complicado una escena que podría ser bastante mejor llevada si la legitimidad de su cargo no hubiera terminado puesta en cuestión dentro y fuera del Ministerio Público. Solo el apresuramiento explica que quienes debían cuidar los delicados detalles de la custodia del señor Hinostroza se hayan distraído tanto como para no poder explicar con claridad cómo el personaje más importante en el engranaje de la mafia descubierta terminó saliendo del país por un puesto de vigilancia de frontera 10 días antes de que se hiciera pública su huida, cuando había una cámara que registró la escena con absoluta claridad. Solo el apresuramiento puede explicar por qué llevamos más de 10 días discutiendo si la fiscalía tiene o no derecho a sostener sus pedidos de detención sobre Keiko Fujimori y otros por los casos Odebrecht cuando no tenemos en el horizonte ninguna acusación de este ciclo lista para entrar a juicio. Y solo el apresuramiento explica que estemos enfrascados en este tipo de debates sin siquiera haber cerrado colectivamente las importantes discusiones que tenemos pendientes sobre las condiciones en que deben resolverse los casos difíciles sobre lavado de activos.
Podemos tener la opinión que queramos tener sobre la legitimidad o falta de legitimidad de las prácticas cotidianas y estilos del fujimorismo. Pero en el caso sobre los fondos de campaña del 2011 no se está discutiendo cuestiones relacionadas con nuestras preferencias. Se está discutiendo cómo proceder en esa enorme zona gris que nuestra indebida tolerancia formó con la circulación de fondos en efectivo para el financiamiento de la política. No encuentro honestamente que tenga sentido dar un paso más en la discusión sobre detenciones si no resolvemos claramente esta cuestión. Y es que ella no corresponde a un mero tecnicismo. Corresponde al núcleo moral que sostiene o dejará de sostener este caso y la parte más importante del caso aún pendiente de acusación contra los señores Humala y Heredia.
Ya sabemos cómo funcionan las reglas sobre corrupción y lavado en asuntos como el del señor Toledo, cuya extradición sigue pendiente. Ya sabemos cómo tendrán que resolverse casos como los del metro de Lima, aunque aún no tengamos completa la lista de todas las personas que tendrán que ser acusadas. Las cuestiones sobre corrupción en obras y lavado de activos de sobornos recibidos por autoridades tienen reglas claras para ser resueltas, aunque no hayamos resuelto las causas de las demoras que allí tenemos registradas.
¿Pero estamos realmente listos para asumir las discusiones que importa la enorme zona gris del dinero que circuló sin controles en la política? ¿Anticipar el debate sobre detenciones al debate sobre el alcance de las reglas del lavado no forma acaso una nueva versión de este apresuramiento congénito que contamina actualmente nuestro juicio?