Escribo estas líneas el lunes 9 de diciembre, día en el que conmemoramos los 200 años de la batalla de Ayacucho.
Es sabido que los actores políticos del presente aprovechan las conmemoraciones históricas para intentar legitimar discursos o posturas asumidas desde la actualidad. El Gobierno en general resalta la necesaria unidad de todos los peruanos e intenta legitimarse amparándose en resaltar la presencia de gobiernos de países de la región, participantes de la batalla de hace 200 años. El gobernador y el alcalde distrital se suman, pero resaltan las “deudas” sociales con la región y aprovechan para relanzar pedidos de inversión y retomar la relación de “amistad” del pasado, Wilfredo Oscorima en particular. La conmemoración del pasado adquiere otros significados para la población ayacuchana, todavía marcada por el trauma de los diez fallecidos y decenas de heridos por las protestas en contra de la toma de mando de Dina Boluarte en diciembre del 2022. Dos años después, la sensación de impunidad entre los ayacuchanos es muy alta, pese a que la fiscalía ya tiene abiertas investigaciones preparatorias. A la luz de esta sensación, la ausencia física de Boluarte en las celebraciones resulta bastante elocuente. Para el pueblo ayacuchano, la conmemoración es una forma de aparecer en la agenda nacional, reivindicar protagonismo y atención, reiterar pedidos de justicia y de una agenda de desarrollo por encima de sus autoridades políticas, bastante desprestigiadas.
Si pensamos en sí en las conmemoraciones de la batalla de Ayacucho, encontraremos que durante el sesquicentenario la reivindicación era políticamente útil, resaltando el heroísmo y la sagacidad de las acciones militares, y presentando al país como el centro de una lógica de unidad continental. En su momento, la izquierda asumió un papel de aguafiestas frente al nacionalismo militar, resaltando la escasa relevancia del cambio político para las masas populares. En el momento actual, un gobierno tan débil y precario no cuenta con un relato histórico que proponer, ni interés en promover una revisión histórica en ningún sentido. Más bien, se trata de un gobierno desconfiado ante los temas que podrían proponerse desde las ciencias sociales.
En las últimas décadas, me atrevería a decir que hemos avanzado en intentar comprender los procesos históricos del pasado, despojados, lo más posible, de nuestras preferencias o prejuicios actuales. Si miramos las cosas abandonando una postura nacionalista, encontraremos que el proceso independentista fue difícil y complejo, en todos nuestros países, en tanto la definición del futuro político resultaba tremendamente incierta.
No era evidente que la independencia total fuera la mejor opción y, de hecho, para nuestro país los años posteriores a la independencia fueron de una tremenda caída económica, al menos hasta la década de 1840, cuando la renta guanera permitió la recuperación de cierto dinamismo. Además, la ausencia de un modelo político claro hizo que los herederos de las jornadas de Ayacucho luego fueran los caudillos protagonistas de conflictos que se desarrollaron en las décadas siguientes, como La Mar, Gamarra, Santa Cruz, Salaverry, Vivanco, Castilla, Bermúdez o Nieto. Fuimos, como las demás repúblicas, estados precarios construyendo naciones. En América Latina tuvimos un éxito relativo en la construcción y mantenimiento de estados nacionales, pero con gran debilidad y muy desigual alcance en el territorio y entre sectores sociales.