En octubre del año pasado recibí una llamada de mi amigo, el sociólogo y abogado, Rubén Cáceres Zapata, diciéndome que quería comunicarse con mi primo Bernardo Roca Rey para pedirle un prólogo para el libro “Aroma de Mixtura” del poeta Francisco García. Hablé con Bernardo y él aceptó gustoso. El título es sugerente porque, si se trata de mixtura, no podemos dejar de leer y consultar a este “comensal”, palabra que pongo entre comillas para resaltar la excelente columna sobre temas culinarios que tuvo en El Comercio.
Quienes han leído el prólogo me cuentan que es hermoso. En este, Bernardo hace una comparación entre la “Flor de la Canela”, de Chabuca Granda, y el nombre de la obra. De esa Chabuca que conocimos en los juegos de disfraces que se organizaban en la casa de Manongo Mujica, a donde iba con varios primos, entre ellos Bernardo. En realidad, no era cualquier juego. Tenía toda una puesta en escena, creada por Viruca Miró Quesada, mamá de Bernardo, y la también famosa “Mocha” Graña que de teatro sabían mucho por su experiencia en la Asociación de Artistas Aficionados. Bernardo, así como Viruca y sus hermanos Álvaro (afamado escultor) y Pinbola, vivieron varios años en Europa. Fue a finales de 1968, cuando recibí una invitación de mi tía Viruca para que la acompañara con todos sus hijos, más Keta Graña, a un viaje por Marruecos. Me encantó la idea, pero con todo el dolor de mi corazón de un joven de 20 años no acepté la invitación porque le había prometido a mi padre rendir un examen de Derecho Romano en la Universidad de Deusto en Bilbao.
Pero luego me saqué el clavo, porque Viruca me dijo: “Bueno, cuando termines tu examen vienes a Sevilla”. Fue una invitación que me encantó y con la velocidad de un rayo tomé el tren. Bernardo estaba allí. Tenía un departamento y me invitó a almorzar, pero como siempre fue imaginativo y se le ocurrió que los invitados participaran en un concurso de salsas organizado por él. Él degustó todas y preguntó quién había hecho la salsa ‘wolf’; yo respondí, pensando que sería el primer eliminado, porque soy un pésimo cocinero. “Bueno, has ganado”, me dijo para mi sorpresa y la del resto. De allí en adelante, a pesar del estímulo de mi primo, nunca más cociné, aunque, valgan verdades, aprendí a hacer huevos revueltos.
Un buen día me encontré con Bernardo en Miraflores. No había periódico porque estaba expropiado. Por esa época, enseñaba Sociología y Métodos de Solución de Problemas en la Escuela Militar de Chorrillos. Era el año 1977. Él me dijo: “estoy sin chamba”. “Bueno, busquemos chamba”, le respondí, y lo llevé a la casa de mi tío Alfredo Miró Quesada, que era director del departamento de ciencias de esa escuela, porque sabía que Bernardo era químico y biólogo.
Luego de los papeleos de rigor, consiguió la cátedra de explosivos e iba a dictar con una túnica larga, pelo largo y barba, totalmente alejado de las exigencias formales de las costumbres militares. Esto incomodaba a algunos oficiales intolerantes, pero a Bernardo, que siempre fue rebelde y nada convencional, le importaba un pepino. Sin embargo, me contaron unos cadetes que sus clases eran tan buenas que esos oficiales lo toleraban.
Al fin y al cabo, uno es como es, aunque otros quieran que seas de otra manera, pero para lograrlo hay que tener mucha personalidad, cosa que a Bernardo le sobraba. Él no se quedó en ese espacio. Creó la discoteca Shanon, situada en Camino Real. Fue muy conocida. Iban políticos, jóvenes intelectuales, artistas y deportistas conocidos. Siempre bien atendidos por Bernardo.
Cuando en el Diario decidimos en conjunto con mi primo Alejandro y con un grupo importante de la plana mayor de los periodistas de aquel entonces hacer las “Audiencias de El Comercio” para fomentar y apoyar la participación democrática de los ciudadanos, que tanta falta hacía y continúa haciendo, Bernardo puso a disposición Canal N para que registrara este evento único en el Perú.
Bernardo me acompañó a la audiencia de Tumbes, que fue fantástica y altamente representativa. Luego, me dijo “te voy a llevar a un sitio donde te vas a chupar los dedos”. Me llevó a El Brujo, un restaurante tumbesino de gran calidad, como hay muchos en otras regiones del país. Lugar que, como arte de magia, Bernardo los convertía en mixtura, para degustarlos como el Pantagruel de Rabelais, situado en la calle Cantuarias de Miraflores.