¿Cómo se cubre una pandemia? ¿Cómo se puede salir a la calle a buscar esa noticia, mientras todos se resguardan en sus casas y cuando detrás de ese reportaje acecha la posibilidad de contagiarse a uno mismo y a quienes tiene más cerca? ¿Cómo se informa sobre la muerte, el miedo y la debacle económica de varias familias? Hoy, en el Día del Periodista, les pedimos a dos de ellos que nos ayudaran a entender esas coberturas para las que nadie está preparado.
Reportear la pandemia desde las calles, por Gunter Rave
“Nunca, en tantos años del ejercicio de esta profesión, se me ocurrió ser testigo e informar sobre una situación tan cruel”.
“Estamos en la salida internacional del aeropuerto Jorge Chávez a la espera de la llegada del último vuelo procedente de Madrid luego de que el gobierno español cerrara sus fronteras aéreas a causa de la pandemia por el COVID-19″.
Así informamos, en vivo y en directo, para el noticiero “Primera edición” cuando los contagios por el virus aún estaban lejos del Perú. El único requisito para entrar al país era no tener fiebre ni malestar similar a una gripe. En ese momento, nadie utilizaba mascarillas, no había distanciamiento social, no se sabía exactamente cómo el virus podía atacar.
Una semana después, el Gobierno cerró las fronteras y nos aisló en nuestras casas. Ese enemigo invisible que comenzaba a matar gente había ingresado a nuestro territorio.
¿Qué es el virus? ¿Cómo se contagia? ¿Dónde está?, eran algunas interrogantes que los periodistas teníamos que absolver porque el compromiso con la población era darle a conocer lo que pasaba, mientras todos permanecían en casa, alejados del contagio.
Provisto de un permiso de circulación, me movía por Lima muy rápido. Las calles estaban vacías y comenzamos a llegar a los lugares olvidados que, con banderas blancas, pedían ayuda ante la difícil situación que vivían producto del estricto aislamiento social obligatorio.
Nunca, en tantos años del ejercicio de esta profesión, se me ocurrió siquiera ser testigo e informar sobre una situación tan cruel. No solo porque el virus mataba personas, sino también porque mataba esperanzas e ideales, dejaba a gente sin trabajo, a niños sin escuela, mataba la alegría de estar unidos.
Sin querer, los periodistas nos convertimos en personas que enfrentábamos al virus en primera línea. Fuimos el puente para transmitir las necesidades de la población.
Al salir a las calles, no solo llevaba una libreta de notas y un lapicero, puesto que mis útiles de trabajo aumentaron. En un maletín, cargaba con mascarillas, lentes de protección industrial, guantes quirúrgicos, máscaras industriales provistas de filtros de aire, overoles plásticos; una barrera completa para intentar que el virus no ingresara a mi organismo. Mientras yo contaba con toda esa protección, veía cómo la gente más pobre apenas cubría su boca y nariz con un pedazo de tela que se asemejaba a una mascarilla, pero que no podía detener el paso del virus.
Lo que me daba fuerza y energía para salir a informar era que, gracias a esta bendita profesión del periodismo, podíamos llevar ayuda: cada transmisión en vivo, desde la de una olla común carente de alimentos hasta las que mostraban la impotencia de ciudadanos que no podían comprar mascarillas, conseguir oxígeno o una cama UCI, activaba, inmediatamente, la solidaridad de miles de peruanos que respondían trasladando toda la ayuda posible para los más necesitados.
Pero también nos tocó ver de cerca la muerte, la angustia y el miedo, pues laboramos bajo el peligro constante de contraer un virus que no respeta a nadie.
Ya nada es lo mismo con la llegada del COVID-19. Sin embargo, lo que no ha cambiado es la responsabilidad de informar con veracidad y empatía, siempre en primera línea y sin desamparar a los que más lo necesitan.
Cubrir una pandemia, vivir una pandemia, por Gladys Pereyra
“Reportar tragedias es recordarte una y otra vez que la historia que importa es la de esa persona que recurrió a ti por ayuda”.
Hay un momento en el que no es posible dejar de pensar en quien te escribió para pedirte ayuda. Ella me contactó un lunes en la noche porque su padre llevaba más de 10 días esperando ser trasladado a una UCI. Mientras escribía la nota, el papá –55 años, trabajador que, como tantos, no pudo hacer labores a distancia– murió.
Detrás del teléfono, un médico me cuenta llorando que compañeros de su misma edad murieron por el COVID-19 mientras él tenía que seguir trabajando porque no había tiempo para asimilar el dolor. Una enfermera me explica, también entre lágrimas, cuán difícil es tener a sus hijos en otro piso de su casa y no poder abrazarlos, aunque si se enferma tal vez nunca más pueda hacerlo. Escucho a otro médico, de Iquitos, desesperado porque el oxígeno que les queda no aguantará muchas horas. Una madrugada te encuentras con familiares de pacientes que llevan horas haciendo cola frente a una distribuidora de oxígeno que, a contracorriente de la lógica de algunos empresarios, no subió sus precios. Publicas la nota y te enteras de que, en ese lapso, el familiar de uno de ellos también murió.
La pandemia es una tragedia y reportar tragedias es recordarte una y otra vez que la historia que importa es la de esa persona que recurrió a ti por ayuda. No que lleves horas frente a la pantalla tratando de disipar la pena por lo que escuchaste y escribir algo que le haga justicia o que al menos sea útil para que no se repita. No que mientras un especialista te explica que el virus fue más agresivo con adultos mayores pienses en tus propios padres y menos que también te haya preocupado contagiarte porque hay coberturas que no puedes ni quieres hacer a distancia.
El personal de salud, los hombres y mujeres de ciencia que tienen claro todos los qué y cómo, los deudos, los funcionarios que se vacunaron mientras otros morían, los políticos que sin vergüenza hacían campaña antivacuna, los cronogramas que no se cumplieron, los explicativos contra los ‘fake news’, los problemas sociales que siempre estuvieron ahí y que se agudizaron en año y medio. Todo eso es la noticia.
Atrás estamos los periodistas. No hay mucho de poético en eso, es una profesión y hay que trabajar aunque también hayamos tenido bajas (108 muertos por el COVID-19 hasta febrero, según la Asociación Nacional de Periodistas, sin contar a los cientos despedidos) y no falten los ejemplos de malas prácticas. Pero, incluso así, en días como hoy, es válido evaluar qué pasó contigo en este año y medio, qué aprendiste u omitiste, sobre todo porque, más tarde, vas a tener que volver a escribir algo que tal vez sea doloroso, complicado de traducir o –sí, también se puede– que te dé esperanza. Siempre hay alguien que va a leer. No le mientas a tu lector. Todos estamos resistiendo.