En una elección es siempre curioso cuando los dos candidatos más votados acceden a una segunda vuelta electoral sintiéndose más perdedores que ganadores. Eso es precisamente lo que ha sucedido en las presidenciales chilenas el domingo último. Al favorito, como en el verso de Vallejo, en la puerta del horno se le quemó el pan. Sebastián Piñera esperaba obtener al menos 44% y solo alcanzó 36,7%. En las filas del oficialismo, el 22,7% de Alejandro Guillier significó el peor resultado histórico para la coalición de centro-izquierda que ha gobernado casi ininterrumpidamente desde 1990. La ganadora de la noche fue la que en realidad perdió. Beatriz Sánchez, representante de la izquierda más contestataria, quedó a poco más de dos puntos de la segunda vuelta pero fue la vencedora moral de la primera partida.
Entre el júbilo de unos y el desencanto de otros, la elección del domingo enfrentaba dos relatos claramente distintos sobre el devenir de la política chilena. El relato de la derecha era el siguiente: Si las cosas en Chile iban más o menos bien –la economía había crecido en promedio por encima de 5% durante la presidencia de Piñera entre el 2010 y el 2014–, ¿por qué se propuso Michelle Bachelet cambiar ejes fundamentales del sistema económico, como aumentar la presión tributaria a las grandes empresas? ¿Qué importaba que el modelo económico fuera una herencia del pinochetismo si es que funcionaba? En casi 30 años de democracia, la pobreza se había reducido de 40% a menos de 10%. Si existían aspectos por mejorar, ¿no se podía continuar acaso con reformas graduales como en la primera fase de la Concertación? ¿Por qué premiar a la izquierda gobiernista que dejó un magro crecimiento de menos de 2% anual y a la más radical que incluso proponía nacionalizar ciertas industrias?
Frente al relato de la derecha, la izquierda –en particular la del Frente Amplio de Sánchez– incidía en la desigualdad. Chile había crecido sin prestar atención a la distribución del ingreso y, de todos los países de la OCDE, era el más desigual. Si bien Bachelet había hecho la reforma tributaria y había garantizado la educación gratuita para los sectores de menos ingresos, era hora de profundizar las reformas. Había además un componente político. Los partidos tradicionales chilenos habían cerrado el paso a las candidaturas más pequeñas en el Congreso con un sistema electoral injusto que premiaba a los dos grandes bloques. Era solo cuestión de tiempo para que los altos niveles de desafección política les terminaran pasando factura a las dos grandes coaliciones que habían gobernado el país en democracia.
El resultado electoral del domingo no ha dado un mandato claro a ninguna de las dos visiones de país. Ni la derecha de Piñera ni la izquierda –sumando los escaños de Guillier y el Frente Amplio– alcanzan mayorías claras que les permitan imponer grandes cambios de manera unilateral. Si llegan a darse, las reformas tendrán que ser pactadas y graduales. Esto no es necesariamente malo –la democracia es precisamente pactar– pero no ayuda a calmar a los sectores más impacientes. A menos que el crecimiento económico vuelva a despegar –el cobre al alza, que representa la mitad de las exportaciones chilenas, podría ayudar– los grandes beneficiados serán seguramente los opositores al sistema. En cuatro años podrán responsabilizar a los partidos tradicionales de no haber querido cambiar nada.
En el contexto latinoamericano, no es poco lo que se puede aprender de lo bueno y lo malo del Chile democrático. Una primera lección sería que no basta con tener un gobierno serio que genera crecimiento económico y logra reducir la pobreza si es que estas políticas no son acompañadas por una mirada más profunda de a dónde se busca llevar al país. El mejor antídoto frente a la apatía política es un proyecto político que logre conectar emocionalmente con los ciudadanos. Chile no es la excepción en la región. En líneas generales, al establishment latinoamericano le ha costado hacer política y –con las excepción de unos pocos, como Pepe Mujica en Uruguay– los líderes carismáticos han sido casi un monopolio del populismo.
Pero tampoco se puede obviar los grandes logros. Visto en el contexto regional, Chile es un caso de éxito, tanto a nivel de la estabilidad del sistema político, como en el frente económico. Pese a los avances del Frente Amplio y otras candidaturas menores, los partidos tradicionales siguen ocupando el 83% de los escaños en la Cámara de Diputados. Incluso tras esta elección, lo que en Chile se percibe como un terremoto político, sería un escenario ideal en buena parte del continente.