

Cinco años después del inicio de la pandemia del COVID-19, cabría esperar que el Perú hubiese aprendido lecciones significativas orientadas a transformar su sistema de salud pública. Sin embargo, la realidad actual refleja exactamente lo contrario: no solo no se ha avanzado en mejorar estructuralmente el sistema de salud, sino que el país continúa experimentando un preocupante retroceso institucional en todos sus ámbitos.
En el 2020, cuando el virus golpeó con fuerza al mundo, en el Perú quedó expuesto con crudeza lo que décadas de desatención habían producido en el sistema sanitario nacional: hospitales saturados, déficit extremo de camas UCI, falta de oxígeno medicinal y condiciones laborales precarias para el personal médico. Era un escenario dramático que exigía respuestas inmediatas y profundas reformas institucionales. Pero no las tuvimos.
Cinco años y más de 220.000 fallecidos después, queda claro que no aprendimos de esta terrible experiencia. Nuestro sistema de salud sigue fragmentado, mal financiado y centralizado en los hospitales de Lima. Continúan anclados en modelos de gestión obsoletos que, salvo contadas excepciones, dejan al resto de regiones con infraestructura insuficiente y escaso personal sanitario. La pandemia visibilizó esas brechas, pero no logramos transformarlas en prioridades políticas sostenidas. La falta de inversión coherente y de largo plazo es evidente cuando los servicios públicos de salud enfrentan aún hoy desabastecimientos de medicamentos y recursos básicos, así como falta de personal médico suficiente e idóneo.
En estos últimos años, el Perú ha continuado experimentando un marcado deterioro institucional. La inestabilidad política domina la agenda, con cambios constantes en la presidencia –y ni qué decir de en los ministerios–, una permanente confrontación entre los poderes del Estado, denuncias generalizadas de corrupción, el incremento descontrolado de la inseguridad ciudadana y la expansión de economías criminales, por citar solo algunos.
Esta debilidad orgánica tiene efectos directos en la capacidad del Estado para implementar políticas efectivas. La ineficiencia administrativa y la deshonestidad impiden el uso adecuado y transparente de recursos públicos, en detrimento de cualquier intento de reforma efectiva. Es un retroceso que impacta en todos los sectores y que abona en la desconfianza ciudadana generalizada frente a las instituciones. En salud, esto se expresa en la resistencia frente a campañas sanitarias, desde la vacunación contra el COVID-19 hasta otras estrategias de prevención. La consecuencia es que el país queda aún más vulnerable frente a futuras amenazas sanitarias.
El Perú tuvo la oportunidad histórica de utilizar la crisis del COVID-19 para transformar su sistema de salud, pero la fragmentación política, los intereses particulares y la falta de visión estratégica impidieron aprovechar esa ventana de oportunidad. No logramos construir sistemas de salud más sólidos, promover la equidad social ni estar mejor preparados para futuras emergencias sanitarias.
Lo que sí vimos durante la pandemia fue cómo, a pesar de las adversidades, la sociedad peruana mostró solidaridad y adaptabilidad. Surgieron iniciativas comunitarias para apoyar a los más afectados, y se aceleró la adopción de tecnologías digitales en educación y en comercio electrónico. Hoy, pese a lo adverso del panorama y con unas próximas elecciones generales cargadas de incertidumbre, conviene recordar eso: que cuando nos vimos todos enfrentados ante una emergencia, nos unimos. Y pedir que las próximas autoridades prioricen dos temas en salud: fortalecimiento del primer nivel de atención y puesta en marcha de la agenda digital. Esta última permitiría que todas las instituciones prestadoras de servicios de salud implementen la historia clínica electrónica de sus pacientes. Si por algo debemos unirnos, que sea por nuestra salud. Solo así podremos estar mejor preparados para enfrentar una contingencia nacional de gravedad.