Agosto hace su agosto y enfría la ciudad como queriendo apretujar en un solo mes todo el invierno que llegó tarde a la ciudad. Enfría y ventea. Ese es el imaginario tradicional del mes de agosto en Lima. Treinta y un días de frío húmedo que cala hasta el tuétano del hueso más difícil de roer y ensalza con mortecina luminosidad gris el cielo que deja ver su alma pobre.
En medio de este gris que afecta el ánimo, Santa Rosa se adueña del final del mes para que la gente le pida que vuelvan a brotar flores en sus vidas, lanzando sus deseos al fondo de un pozo. Enterrando un deseo para que en sus antípodas vuelva a brillar el sol.
Con el día a día de este mes de agosto me encuentro transitando por el puente Armendáriz porque la Costa Verde está cerrada. Esta circunstancia desnuda, en primer lugar, la importancia vital de la Costa Verde como vía expresa, el colapso de las rutas alternas y el siempre mal manejado tema de la comunicación al ciudadano (tarde y pésimo).
Agosto hace otra vez de las suyas y enfría los ánimos y los corazones en esta maraña de autos. Así, en uno de los extremos del puente, un hombrecillo se apoya sobre el barandal y a su costado aguardan tensas las cometas: pavas, barriletes, estrellas. Y el recuerdo vuela por los aires.
José Gálvez, el poeta y cronista de una Lima que en 1943 se iba y se fue, ya registraba la nostalgia por la afición a las cometas. Así, recuerda a cometas y cometeros de principios del siglo XX. Costumbres y hábitos que iban a desaparecer como una cometa que, al desprenderse de la mano de un niño, se eleva hasta perderse en el infinito.
De todo eso, los juegos y costumbres asociadas a esta afición lúdica, solo queda el objeto y que, poco a poco, quizás, también, irá desapareciendo, al menos las de manufactura artesanal de sacuaras y papel lustre, de colas de retazos y pabilos firmes. No quedará uso para el engrudo.
Ya no quedan las cometas atrapadas en los cables de luz, y que hacía que Kilowatito nos recordase lo peligroso de volar cometa cerca de los cables de alta tensión.
Ya no quedan las gillettes que se amarraban a la cometa para hacer guerras y batallas encarnizadas llenas de malicia naif, ya no quedan los niños que en las azoteas de viejas casonas volaban sus cometas más altas que ninguna, ya no quedan los bautizos de la cometa del barrio con jarana, pisco y butifarra, cometa que llevaban todos en procesión hacia una de las pampas de la ciudad.
Dicho sea de paso, tampoco quedan pampas en Lima.
Solo queda la cometa que aparece para, presuntuosa, ponerle color al mes más incoloro del año, y que un padre de familia tal vez comprará, llevado por los recuerdos de sus tiempos de libertad, de contacto con el azar de los vientos y del cielo.
El padre se la llevará y cariñosamente la hará de nuevo volar para compartir con su hijo un pedazo de una Lima que se va yendo a ritmo de una cometa que cabecea en el aire y que se vuelve cada vez más terrenal, preocupada por el tráfico y el cemento.
Un frío que mata el niño que alguna vez fuimos.