Los eventos de convulsión social en Chile han suscitado en el Perú muchas opiniones acerca del proceso de desarrollo de ese país. Que tal convulsión haya sucedido en el país más exitoso social y económicamente de Latinoamérica añade mayor interés a una aparente paradoja. Muchos se han mostrado simplemente perplejos ante la magnitud de violencia con que se han desarrollado esos acontecimientos. Otros han ensayado una variedad de explicaciones mayormente referidas a la desigualdad, las falencias en el sistema de salud, de pensiones o de la educación, y avizoran cambios profundos en las políticas referidas a esos campos. La izquierda premoderna, de otro lado, ve lo sucedido como la inevitable consecuencia de la aplicación del ‘modelo neoliberal primario-exportador, que precariza el empleo, concentra la riqueza y somete al Estado al capital internacional’.
Apenas desatadas las protestas ensayé en este mismo espacio una explicación en términos de una revolución de expectativas en la población que, si bien experimentó un progreso notable en décadas recientes, siente a la vez que tal progreso no se condice con la pregonada y falsa pretensión de estar a punto de alcanzar el nivel de bienestar de los países desarrollados. La clase media siente que se le niegan las oportunidades de movilidad social. A las puertas del pleno desarrollo, la mayoría encuentra esas puertas simplemente cerradas. Todo ello exacerbado por el rechazo a las élites políticas y económicas, percibidas, con razón, como distantes y carentes de empatía.
El profesor de la Universidad de California (UCLA) Sebastián Edwards, uno de los mejores economistas chilenos, ha aportado una interesante explicación adicional apelando al concepto de desigualdad horizontal que, a diferencia de aquella comúnmente medida por el índice Gini, trata de reflejar aspectos como el desigual acceso a los bienes públicos, el trato diferenciado ante la ley, o el acceso desigual a puestos de trabajo. Este tipo de desigualdad tiene especial impacto en sociedades que, como la chilena, han logrado un mayor grado de desarrollo en relación con otros países de ingresos medios. “Es en este ámbito donde Chile anda mal, muy mal […] hay abusos, humillaciones, maltrato. La gente siente que no la respetan, sienten una falta de dignidad” (S. Edwards. “El Mundo”, España, 7 diciembre del 2019). Ello se suma, dice el autor, a la enorme cantidad de chilenos (40%) que pasaron de ser pobres a integrar una clase media con muchas aspiraciones, pero a la vez sienten miedo de caer nuevamente en la pobreza y culpan a los distintos gobiernos.
La pregunta que ha surgido automáticamente en el Perú es la de si eventos similares a los de Chile pueden generarse aquí.
Creo que comparar ambas sociedades para responder esa interrogante es no solo equivocado, sino inútil. Son sociedades muy distintas, y en etapas de desarrollo diferentes. Chile no solo tiene un ingreso per cápita que duplica al peruano, sino que posee un nivel de institucionalidad más avanzado y un Estado que, a diferencia del peruano, tiene un nivel aceptable de funcionalidad. Qué sentido tendría, por ejemplo, protestar en el Perú pidiendo mayores salarios o pensiones si la gran mayoría de la población en edad en trabajar lo hace en el sector informal. Los millones de peruanos que se ganan la vida de manera independiente no quieren saber nada con el Estado, lo miran con displicencia o, en el mejor de los casos, como una eventual oportunidad para la lotería de un empleo. Más frecuentemente, se lo ve como una entidad abusiva de la cual ‘hay que cuidarse’ para que no interfiera con sus quehaceres diarios. En otras palabras, no existe un Estado propiamente dicho ante el cual protestar.
Pero nada de lo dicho impide la aparición de un masivo conflicto social en el Perú. Las falencias de un Estado disfuncional pueden y de hecho son aprovechadas a diario por grupos radicales para promover constantemente el conflicto con el fin de, en algún momento, suscitar una convulsión social. Esta no será basada necesariamente en alguna reivindicación específica, sino, más ampliamente, será en contra del propio Estado. Al igual que la euforia que acompañó el cierre del Congreso, la inoperatividad del Estado ofrece una oportunidad inmejorable de entusiasmo popular y apoyo a quienes quieren atacar al Estado y sus instituciones con una propuesta ‘refundacional’ y antidemocrática. Nada es, por tanto, más urgente hoy que reformar el Estado para que adquiera un elemental nivel de funcionalidad. Y es en el reconocimiento de esta tarea donde nuestras élites exhiben una miopía monumental.