Las aves que sobrevuelan Lima son un canto a la resistencia y a la estrategia de supervivencia en un territorio hostil. A veces veo un pájaro de color azul que me trae a la mente aquel relato francés que narra la historia de una pareja de niños muy pobres que emprenden una búsqueda por el pájaro azul que, según la leyenda, trae consigo la felicidad. Luego de mil y una aventuras, los niños regresan tristes a su casa, sin haber logrado su objetivo, solo para descubrir que el pájaro azul vivía en su hogar y que la fuente de la felicidad se trataba de apreciar lo que se tiene. La idea del hogar como sitio del regreso y de la dicha aparece en relatos tan disímiles como “La Odisea” y “El Mago de Oz”, que implican siempre la noción de que la casa es el destino final del viaje o, en todo caso, la preparación para apreciar lo cotidiano.
¿Estábamos preparados para pasar tanto tiempo en nuestras casas antes de la pandemia? No. Esta inusitada situación nos demostró que una gran mayoría de peruanos necesitaba salir de casa para poder sostener –precisamente– la economía de la misma. Al mismo tiempo, evidenció lo que se sabía: que el espacio de la casa ha sido, durante siglos, una suerte de reino y cárcel femenino en el que las mujeres han duplicado sus labores cotidianas, de trabajo y cuidado doméstico, a las que se les ha negado el espacio público, y que, aun ahora, genera comentarios que nos indignan, como que se justifique una violación porque a una chica le “gusta la vida social”.
No hay, además, un concepto único de vivienda. Iniciada la pandemia, era común escuchar en los medios de comunicación los bienintencionados consejos de los médicos acerca de que alguien infectado debía usar “su propio baño” o de que al interior de la casa se debía resguardar celosamente el espacio propio. La realidad, sin embargo, es que los espacios domésticos –sean casas o departamentos– suelen ser reducidos, precarios, hacinados y carentes de servicios básicos, como también de posibilidades para cumplir con las recomendaciones de salud. Como si fuera poco, una extraña convención suele promover en los noticieros nocturnos información sobre la violencia en las calles de la ciudad, como sugiriendo que lo más seguro es “estar en casa”.
Antes de la Revolución Industrial, el hogar no era solo un espacio de convivencia, sino también la unidad de producción. El agricultor sembraba al costado de su propia residencia, se procesaba el alimento al interior de esta e, incluso, era común que en la casa se practicaran las labores de costura y tejido de prendas. El hogar era, al mismo tiempo, el centro del culto religioso para los dioses domésticos y el de la crianza de los niños en donde la educación se impartía a través del aprendizaje. En el siglo XIX, con la aparición de las grandes fábricas, nuestro mundo cambió dramáticamente. La casa dejó de ser nuestro sitio de habitación; el trabajador o la trabajadora dejaban temprano su hogar para ir a ofrecer su mano de obra en la fábrica. Ese monstruo gigantesco llamado fábrica destronó al hogar como unidad de producción. Era especializado y exclusivo, masivo y aplastante. La solución fue mudar las casas lo más cerca de las fábricas, inaugurando la ciudad industrial moderna, esa pesadilla llena de hollín que describían los cuentos de Charles Dickens.
Recostado, con la boca abierta y solo pudiendo hablar a través de los ojos, conversaba con mi dentista, que me comentaba acerca de cómo había acondicionado su consultorio en su propia casa que, a la vez, servía como espacio educativo, pues sus hijos seguían sus clases desde el ordenador de una sala. Luego de atenderme, ella me explicó que los ayudaría con sus tareas, prepararía la comida y haría las labores domésticas. Y que, al final del día, orarían juntos. La casa, entonces, volvía a ser el espacio de producción, de culto religioso y de centro educativo, como antes de que nos transformásemos en ciudades modernas industrializadas, hace ya más de un siglo.
Como nunca, salir de casa ahora implica “llevar la casa” con nosotros, pues nos cubrimos y generamos un muro imaginario con respecto a las otras personas. Y, cuando regresamos, nos lavamos el cuerpo para dejar la calle atrás. Este nuevo orden territorial es paradójico pues, al mismo tiempo que “tememos al otro”, también traspasamos sus fronteras, ya que a través de las clases virtuales o las entrevistas, nos “metemos” en las casas de profesores y alumnos, de entrevistadores y entrevistados.
Este será uno de los tantos desafíos que nos dejará la pandemia del COVID-19 y que la historia reciente del Perú ha visto como uno de los retos por los que la población organizada más ha luchado: el derecho a tener un lugar al que llamar ‘territorio’, el derecho a un territorio al que llamar ‘casa’, el derecho a una casa en la que se pueda vivir feliz, como en el cuento del pájaro azul.