El primer Papá Noel que conocí apareció en la sala de mi casa, justo a las 12, cuando la cena estaba por concluir. Era la Nochebuena de 1981. Mi fe en el personaje aún estaba intacta –producto de haber visto Milagro en la calle 34 hasta la saciedad–, así que me quedé boquiabierto al divisarlo desde lejos. Es cierto: lo había imaginado más alto, anciano y robusto, pero en ese momento de fascinación no me importaron su tamaño, aspecto ni contextura; tampoco que su abrigo rojo luciera desteñido, ni que llevara zapatillas blancas en vez de botas negras, ni que el pantalón le quedara ajustado, ni que al agacharse se le notara la raya del poto. “Pobre, estará cansado”, pensé, mientras lo veía desaparecer. Fue una sorpresa conmovedora. El hechizo se rompió días más tarde, cuando mis primos mayores me hicieron ver que el tal Papá Noel no era otro que el tío Jorge, el menor de los hermanos de mi padre, que se prestaba a toda clase de artimañas y que, según informaron, ya llevaba varias navidades fracasando como duende, reno y arbolito.
Una vez hice una crónica del Pueblo de Papá Noel, un conjunto de cabañas con parafernalia navideña que Coca-Cola solía montar en el Circuito Mágico del Agua. Recuerdo haber llegado dispuesto a entrevistar al actor que les hacía creer a los tres mil niños que lo visitaban diariamente que Santa Claus existía. Después de atravesar el Pórtico Mágico, la Fábrica de Juguetes y el Patio de los Deseos llegué al rústico dúplex principal, en cuyo estudio –climatizado para simular el frío polar– se encontraba Papá Noel atendiendo a sus admiradores. Cuando al fin pude hablar con él, me soltó un discurso irónico y esquizofrénico en el que a ratos hablaba como ciudadano travestido y a ratos como héroe sobreactuado. “Creo que debo ver a un psicólogo, jo, jo, jo”, declaró. Días después, un representante de la compañía llamó para quejarse por el titular que había colocado. “Cuidado: Papá Noel está coca-cola”.
Durante una Navidad reciente, al salir del trabajo, me detuve en el semáforo y vi a un Papá Noel esperando taxi. Era el mismo que una hora antes había repartido panetones en mi oficina. Me ofrecí a darle un aventón. Sonrió detrás de su barba brillante y acomodó su robustez en el asiento del copiloto. “Gracias, flaco, ya se me estaban enfriando las boloñas”, dijo, frotándose los guantes. Su lenguaje me sorprendió, pero olvidé el exabrupto al verlo metido en su disfraz, encarnando al noble Santa. Cuando cruzábamos Angamos volvió a hablarme: “¿Ves esa esquina? No sabes las hembritas que me levanto allí. Pero hay que tener cuidado: una vez me confundí con un ‘traca’”. Tosí un tanto asombrado por sus revelaciones, pero pensé: Papá Noel es humano, merece distraerse.
A continuación le consulté por sus expectativas para Nochebuena. “Bueno, el 24 espero meterme, mínimo, ocho lucas verdes”. Ante mi incredulidad, me explicó que todos los años era contratado por familias de Casuarinas para aparecerse antes de la medianoche. ¿Y cuánto cobras por llegar a las doce en punto? “Ahí la tarifa son 1.500 ‘cocorocos’ pero cash, sin factura ni cojudeces”. “¿Y entras por la chimenea?”, pregunté. “¡Ni cagando! Después me mancho el disfraz y no sabes lo jodido que es lavar esta huevada”. La coprolalia de Papá Noel me descolocó. Para salir del paso se me ocurrió felicitarlo por el maquillaje rosado que le daba un aspecto muy nórdico a sus mejillas. “¿Maquillaje? Tengo que tomarme cinco rones al hilo para agarrar este color”, aclaró. Al desocupar el auto, se despidió riéndose. Segundos después mi nariz detectó el ‘regalo’ que me había dejado. Tuve que bajar los cuatro vidrios y pisar el acelerador para disipar aquella ventosidad tan poco propicia a los aires navideños.
Esta columna fue publicada el 24 de diciembre del 2016 en la revista Somos.