Las recientes –y no tan recientes– crisis políticas en el país tienen como elemento común la ruptura de la confianza al interior de un círculo de poder. Sin entrar en juicios morales o jurídicos sobre las conductas reveladas, eso es lo que está detrás de la “traición” (como la han llamado muchos) de la secretaria personal al actual jefe del Estado en el escándalo Richard Swing y el consiguiente amago de vacancia presidencial. Nótese que secretaria deriva de “secreto”. Pero a su vez ese jefe del Estado conspiró defenestrar a su antecesor (al punto de nombrar primer ministro, aunque este primero negó que asumiría, al principal promotor de la destitución).
Intrigas y conspiraciones son parte de la historia política, económica, empresarial, social, criminal y hasta religiosa de la humanidad, desde el mito fundacional judeo-cristiano del Génesis –Caín y Abel– hasta los delatores de las trapacerías (criminales o no) de presidentes de EE.UU. como Richard Nixon o Donald Trump, pasando por las geniales piezas de teatro shakespeareanas y sus historias tristes de reyes muertos (y traicionados). En el Perú, se trata de una constante desde el advenimiento de la historia escrita (y tal vez desde antes), con la guerra fratricida entre Huáscar y Atahualpa, seguramente más compleja de lo que podían entender los cronistas españoles. Desde entonces, odios, envidias y traiciones constituyen el gran hilo conductor de nuestros (fallidos) intentos de convivencia.
Según una encuesta del IEP de inicios del 2019, tan solo el 42% de peruanos creía que la gente es algo o muy confiable, y me parece razonable presumir que esa confianza interpersonal solo podría estar decayendo por efecto de la pandemia, que hace desconfiar del prójimo como posible agente de contagio, así como de la creciente interacción virtual, con su fariseísmo de redes sociales que degrada el debate publico a la mera demolición sistemática de las disidencias, y da lugar a una democracia y a una “justicia” cada vez más glandulares e impulsivas y menos cerebrales y razonables.
Y es que la convivencia requiere de instituciones. La institucionalidad, entendida como la eficaz y predecible aplicación de unas reglas de juego previamente acordadas, exige confianza entre los actores relevantes; por tanto, la traición tendría que ser la excepción. La democracia, al ser un sistema de delegación de la gestión de los bienes públicos a las autoridades, es –como he sostenido en artículos académicos– una suerte de fideicomiso o encargo fiduciario: una relación de confianza-lealtad.
Pero la confianza no solo importa a nivel macro; hace pocos años un estudio del Instituto Integración encontró que la ética del trabajo de los peruanos es fortísima, y, sin embargo, ello no se traduce en una mayor productividad. Y no solo por deficiencias educativas; también por la energía desperdiciada en envidias, conflictividad, etc. El psicólogo social Jorge Yamamoto explica en una Ted Talk que según sus estudios empíricos la felicidad de los peruanos está fuertemente correlacionada con altos niveles de colaboración comunitaria… en grupos pequeños. Conforme más grande el espectro de la interacción y menos cosas en común entre los que ahí confluyen, aparecen variables como la envidia y hasta la ‘Schadenfreude’ (alegrarse por la desgracia ajena).
Sin embargo, el menor alcance tampoco asegura la colaboración. En mi experiencia empresarial, abogadil y como periodista económico, las intrigas y deslealtades al interior de las organizaciones privadas, con y sin fines de lucro, están también a la orden del día. Y, por cierto, en las familias.
¿Cómo crear, entonces, círculos concéntricos de confianza? El historiador israelí Yuval Noah Harari sostiene en su libro “Sapiens” que la colaboración humana a gran escala se ha logrado siempre que se ha instalado comunitariamente una narrativa que –sin necesidad de ser cierta– logre un nivel de identificación suficientemente extendido entre los individuos como para que todos, o la gran mayoría, crean en ella. Pone como ejemplos el cristianismo, la democracia, los derechos humanos, el capitalismo y hasta el dinero (moneda “fiduciaria”).
A nivel de las organizaciones, esa narrativa se vincula al propósito de la empresa. La gente colaborará (mejor) si cree en la finalidad trascendente –de impacto social— que esta persigue. A nivel país, el objetivo nacional de largo plazo que compartan todos los ciudadanos. La idea de un país moderno al bicentenario, objetivo propuesto por el anterior mandatario (PPK), ciertamente no caló. Se trata ahora de encontrar esa aspiración común a todos los peruanos para ponernos a trabajar. La pandemia nos dejará varias opciones.