La falta de partidos sugiere que la crisis política peruana será de larga duración. Aun sin haber sido nunca ejemplo de país con partidos sólidos –a excepción del Apra, con su signo puesto sobre buena parte del siglo XX–, no se puede obviar que en los últimos 20 años tuvieron una presencia significativa organizaciones políticas como el fujimorismo –con sus distintas denominaciones partidarias–; Perú Posible de Alejandro Toledo, que incluso llegó al gobierno en el año 2001; el Partido Popular Cristiano (PPC), que representó un importante espacio de la derecha democrática; el Partido Nacionalista Peruano, liderado por Ollanta Humala, muy protagónico hasta el 2016, año en que concluyó su gobierno; y un partido de mayor tradición, Acción Popular, como respetable fuerza de centro. Esto, además, del APRA que ganó el gobierno el 2006.
La crisis de estos partidos sin que hayan surgido alternativas medianamente sólidas ha generado el naufragio de la representación orgánica, junto con el establecimiento de un sistema de representación, hoy hegemónico, que convierte en mandatarios o congresistas a representantes divorciados de los temas más significativos de las agendas regionales y nacionales. Se acabaron las deliberaciones internas para lograr acuerdos, al mismo tiempo que las negociaciones para construir pactos o alianzas programáticas han sido sustituidas por la “deliberación” de pequeños grupos atravesados por conflictos de intereses.
Pero, en especial, el colapso de los partidos representa la ruptura con el electorado; y la falta de interés sobre lo que piensan y reclaman los ciudadanos-electores es un golpe directo contra las reglas básicas de una democracia. En el Congreso, para verlo en concreto, este evidente desprecio por la opinión ciudadana no cede ni cuando las encuestas le dan menos del 10% de aprobación. Dicho sea entre paréntesis, el muy descaminado proyecto de ley sobre el cine peruano es una clara muestra de esto.
Difícil imaginar que para las elecciones del 2026 –u otra fecha más cercana, de ser el caso– se darán las condiciones para salir de la actual crisis. No obstante, es urgente por lo menos aspirar a darle comienzo a un proceso gradual de renovación y madurez de los partidos, que permita imprimirle una mayor legitimidad al desprestigiado sistema político peruano. De lo contrario, será prácticamente imposible acometer de manera exitosa la lucha contra desafíos que ya están en la casa, como el narcotráfico y la minería ilegal –hoy bastante más lucrativa que el propio narcotráfico–, que no han hecho sino consolidarse, ganando control sobre territorios, personas y economías.
Porque, por ejemplo, mientras el Congreso navega encapsulado en su agenda, el gerente general de V&C Analistas, Dante Vera Miller, alerta acerca del grave problema que enfrenta el país como producto del crecimiento imparable de las economías ilegales, en particular en la minería, en diversas regiones: “La minería ilegal genera pérdidas al Perú por más de S/22.700 millones al año, 2,5% del producto bruto interno (PBI), mueve más recursos económicos que el narcotráfico y pone en peligro la seguridad nacional, la biodiversidad, el medioambiente, los derechos humanos y la salud de los peruanos” (“El Peruano”, 26/9/23).
El Perú tiene que mirarse en el espejo de sus países vecinos. Ecuador es hoy el caso más dramático: un territorio relativamente pacífico hasta hace pocos años ha pasado con espanto a ver cómo se eleva el número de homicidios. Allá, en Ecuador, las señales de que el narcotráfico ha multiplicado su presencia son múltiples y preocupantes. Acá, en el Perú, aún es tiempo de que la política vuelva a estar al servicio del país y no de intereses privados.