Los ciclos entre derecha e izquierda en el Perú son los que, simplificando, se han dado entre la acumulación y el dispendio de lo acumulado. El Perú había crecido en los años 50 con políticas librecambistas y exportadoras, pero desde los 60 y sobre todo desde los 70, la ideología redistributiva de izquierda llevó finalmente a la dilapidación de las reservas y al colapso del Estado. Paradójicamente, el estatismo acabó con el Estado y la redistribución resultó negativa: aumentó la pobreza y agravó la desigualdad.
A partir de los 90, la ideología liberal permitió reconstruir el Estado y acelerar el crecimiento, reduciendo la pobreza de más del 60% al 20% y reduciendo también la desigualdad como nunca en la historia. La pregunta es si hemos entrado nuevamente al corsi e ricorsi, si se inició ya el regreso a la dilapidación de lo acumulado, al Estado quebrado, a la república inviable. O si lo que hemos ganado en estos últimos 30 años puede ser todavía un peldaño para seguir escalando.
Porque vemos que el “consenso liberal” de los últimos 30 años se ha ido desvaneciendo. Una prueba ha sido la propia elección de Pedro Castillo, en la medida en que expresaba una demanda por una nueva Constitución y un modelo más estatista, aunque diversos factores distintos a ese se juntaron para que ganara. Felizmente, el Congreso actual jugó bien la estrategia defensiva de la Constitución. No habrá asamblea constituyente. Pero una prueba más tangible del inicio del dispendio son las leyes que aprobó el Congreso anterior, validadas por el gobierno actual, que comprometen la viabilidad fiscal en el mediano plazo y que erosionan las bases del modelo económico. Basta con mencionar el vaciamiento de los fondos de pensiones –el gran ahorro nacional que nunca habíamos tenido– y la negociación colectiva estatal sin parámetros del MEF, consagrada por el exministro Pedro Francke.
Y lo que confirma el retorno a una etapa de dilapidación de lo acumulado es el asalto patrimonialista a los puestos públicos, degradando severamente la calidad del Estado, convertido en botín. Allí, el Congreso ha dejado hacer. Ha dado la confianza a los sucesivos gabinetes y está por verse si será capaz de censurar a los varios ministros inaceptables.
Lo asombroso es que la fortaleza macroeconómica ha sido tal que todavía resiste y su prestigio llevó incluso a este gobierno a mantener a Julio Velarde y a poner a un técnico ortodoxo en el MEF que, sin embargo, nada ha podido hacer contra los embates antiliberales de la ministra de Trabajo ni contra la repartija de puestos públicos entre partidarios, amigos y hasta delincuentes.
Se requerirá de una nueva ola de reformas para apuntalar esa fortaleza y volver a crecer a tasas altas para retomar la reducción de la pobreza y la desigualdad. El problema es que muchas de esas reformas van en sentido contrario al movimiento actual y generan resistencias en el statu quo político y laboral. Se requeriría de un acuerdo social como propone Felipe Ortiz de Zevallos, pero ¿cómo conversar con confianza y sinceridad?
Un terreno común es la aceptación de que el crecimiento económico dejó sin resolver dos problemas: una altísima informalidad y servicios públicos deficientes. Un Estado doblemente excluyente. La solución saldría del entendimiento de cuál es la causa común a ambos problemas: justamente, la naturaleza patrimonialista del Estado, grupos de interés que se apropian de áreas enteras para servirse a sí mismos y no a los usuarios, agravando regulaciones para cobrar peajes.
Un acuerdo social en torno de la meritocracia a todo nivel pondría a la burocracia a trabajar al servicio de los ciudadanos. ¿Es posible un acuerdo sobre eso, que parece tan elemental y al mismo tiempo tan opuesto a lo que vemos que ocurre ante nuestros ojos sin que podamos hacer nada?