El mismo poder presidencial con el que Pedro Castillo no sabe qué hacer, finalmente le sirvió para sacar de su entorno dominante a Vladimir Cerrón; el hombre fuerte que, en la práctica, había tomado casi todos los hilos del gobierno en sus manos durante dos convulsionados meses.
Por esas cosas indescifrables de las entrañas del poder, Castillo ha podido quitarse, sin perecer políticamente, la lanza que tenía atravesada, pero al alto costo de mantener un Gabinete con figuras pronarcotráfico, como Luis Barranzuela en Interior; pro Sendero Luminoso, como Carlos Gallardo en Educación; y procerronistas en puestos claves y delicadísimos de gobierno y Estado.
Así, Castillo se pone cada vez más lejos del objetivo de “no más pobres en un país rico” y cada vez más cerca del audaz y punitivo propósito político de arrebatarle al país su frágil institucionalidad democrática bajo los típicos modelos fabricantes de miseria, como los son Cuba, Venezuela, Nicaragua y Bolivia.
Por el contrario, la recomposición sana y competitiva de su Gabinete podría hacer de Castillo el gobernante democrático exitoso que desearíamos tener y hacer del Perú el país capaz de fortalecer decididamente su separación de poderes y recuperar un crecimiento económico incorruptible, mejor enfocado en la distribución justa y equitativa de la riqueza.
En un traumático paso de títere a gobernante, al colocarse del lado del Estado de derecho vigente y marcar distancia del radical proyecto estatizador y colectivista del ex primer ministro Guido Bellido, Castillo ha cruzado desafiantemente la mitad de la línea del partido Perú Libre y ha dejado en el limbo a la otra mitad; aquella que está comprometida con la peligrosa e ilegal iniciativa gubernamental de una asamblea constituyente.
El Perú en pandemia y crisis económica no puede distraerse con un punitivo proyecto de asamblea constituyente, que es el foco central de incertidumbre y que solo busca, en la línea de Cerrón no deslindada por Castillo, la cancelación de la democracia y las libertades, y su reemplazo por un sistema comunista de partido único y gobierno de mandato ilimitado.
En las alturas del poder político e ideológico, choque de trenes como el de Castillo con Cerrón, por lo general, no suelen repararse. Más aún en nuestro país, históricamente caracterizado por bruscas escisiones partidarias e, igualmente, bruscas fracturas en el propio ejercicio del poder.
No está muy lejana, por ejemplo, la ruptura de Ollanta Humala con su propio proyecto radical de La Gran Transformación. Su juramento demagógico al vacío por la Constitución de 1979 y sus confrontacionales promesas de campaña no le sirvieron de nada. Terminó gobernando con la Constitución de 1993, con un vigilante compromiso democrático-liberal auspiciado por Mario Vargas Llosa y con un entorno de izquierda tradicional encabezada por Salomón Lerner Ghitis y Carlos Tapia, que fue puesto de patitas al llano político.
En aquel entonces, izquierdistas chavistas –como Verónika Mendoza, hoy socia del régimen de Castillo– conocieron el rechazo del poder al que acompañaron en su victoria. Humala y su esposa Nadine Heredia construyeron desde el inicio su propia Hoja de Ruta Financiera (más que de Gobierno) por la que ahora son investigados. Mendoza, como apuntadora de Heredia, resultó extrañamente beneficiada por la vista gorda de la fiscalía, la misma vista gorda que le permite saltar en un pie a Martín Vizcarra.
No hemos conocido marcha atrás alguna en las rupturas del Apra entre Haya de la Torre y el ala radical de Luis de la Puente Uceda; en las de la Izquierda Unida (más bien siempre desunida), entre Alfonso Barrantes Lingán, Javier Diez Canseco y Henry Pease; en las de Democracia Cristiana, entre Héctor Cornejo Chávez y Luis Bedoya Reyes; y en las de Movimiento Cambio 90, entre Alberto Fujimori y Máximo San Román. Todas estas escisiones se profundizaron más. Otras, pequeñas y medianas, forman parte del mosaico de confrontaciones, deslealtades y traiciones que colorean el alma política peruana.
El fuerte cisma entre Castillo y Cerrón se instala en este marco histórico rupturista, probablemente sin punto de retorno, y coloca al partido de gobierno, Perú Libre, en una situación de fraccionamiento de la que el presidente en ejercicio, con todos los resortes de poder e influencia a su disposición, tratará de sacar una ventaja numérica y cualitativa a su favor a través de la representación parlamentaria.
Cerrón, acorralado por su pérdida de injerencia en el gobierno y por una investigación fiscal que podría llevarlo a una larga prisión preventiva por corrupción, pretendería atrincherarse en la adhesión de una masa contestataria procomunista, prosenderista y pronarcotráfico como punta de lanza opositora al gobierno de Castillo.
Si ya no es más títere de Cerrón, Castillo puede, entonces, ser más gobernante de lo que ha sido hasta hoy e, inclusive, podría estar dispuesto a aprender a ser un gobernante democrático, como no lo soñó jamás.