La presidenta Dina Boluarte ha logrado un milagro político: unir a todos los peruanos. Encuestas con representatividad nacional (de las compañías más reputadas) y encuestas a élites empresariales (Ipsos para CADE Ejecutivos), coinciden en lo fundamental: la desaprobación a su gestión como mandataria es casi total. El porcentaje de quienes aún la defienden es igual al margen de error estadístico. Científicamente hablando, su apoyo es cero. En este punto no hay polarización alguna: de izquierda a derecha, progresistas y conservadores, limeños y provincianos, costa, sierra y selva unidos, como un solo puño, en el rechazo a la inquilina de Palacio de Gobierno, y, qué duda cabe, a sus escuderos que fungen de ministros.
La impopularidad presidencial no es una condición para la caída del Ejecutivo. Hemos tenido presidentes impopulares (no tanto como la abogada apurimeña) que se han mantenido en el poder (Alejandro Toledo) y populares que dieron un paso al costado sin pena ni gloria (Martín Vizcarra). Nuestra democracia responde a la voz ciudadana solo durante los comicios, pero le da la espalda en contextos no electorales; se ha vuelto insensible a lo que digan las encuestas, la calle y la carretera. Más de 50 compatriotas fueron asesinados por promover un adelanto de elecciones (ese único evento en el que todos los peruanos tenemos igual valor), mas la actual presidenta –sus ministros, embajadores políticos y constitucionalistas– insisten en vilificar a las víctimas. “Comunistas”, “radicales”, “terroristas” y otros atajos dizque ideológicos son empleados impunemente sobre el charco de dolor de los familiares de los desaparecidos. Nuestra “democracia delegativa” (Fujimori, García), tan frecuente en estos trópicos, ha perdido el fundamental personalismo con ‘accountability’ electoral que la sostenía. Mientras tanto, el voto panetón (“voto por cualquiera, incluso un panetón, con tal de que no gane mi rival”) no busca endosar, sino botar la capacidad de decisión individual al tacho del resentimiento. Los electores ya no delegan, y los elegidos ya no responden.
En cambio, las coaliciones parlamentarias opositoras al Ejecutivo son condiciones suficientes para propiciar la caída del gobierno. Presidentes populares e impopulares han caído por el tiro de gracia de un Legislativo, paradójicamente, siempre impopular. Es en el hemiciclo de la plaza Bolívar donde se decide la permanencia presidencial. Si el Ejecutivo construye una mayoría parlamentaria (como había sucedido históricamente, hasta antes de la llegada de Pedro Pablo Kuczynski a la Casa de Pizarro), puede gobernar sin sobresaltos. Si no lo logra, queda a merced de los intereses de los ocupantes de curules. Congresos próximos al final de sus mandatos son más proclives a serruchar los pisos de la Plaza Mayor, pues la inestabilidad presidencial no pone en duda la estabilidad parlamentaria. Recordemos que el elenco legislativo complementario del 2020 al 2021 fue el más audaz: se bajó a un presidente popular (Martín Vizcarra), puso a uno bravucón y, por lo tanto, efímero (Manuel Merino), y corrigió, colocando a otro inocuo e intrascendente (Francisco Sagasti). El actual Parlamento no puede aún asegurar su estabilidad, por eso no opera (aún) con arrojo. No nos confundamos: las alianzas dominantes en el actual Legislativo no protegen a Boluarte, sino a ellos mismos. Esto explica la paradoja de que una presidenta impopular, frívola, amateur e ineficiente, con seis carpetas fiscales y dos acusaciones constitucionales en camino, siga luciendo la banda presidencial.
La racionalidad de los ‘padres de la patria’ se altera conforme avanza el calendario electoral. Primero, según la decimoctava disposición transitoria de la Ley N° 32058, aprobada por el Congreso, la convocatoria a Elecciones Generales 2026 se realizará con una anticipación no menor a 365 días calendario, contando desde la fecha del acto electoral, es decir, el 12 de abril del 2025. Y, como sabemos, una vez convocados los comicios, estos ya no podrán ser adelantados y así, pase lo que pase en el Ejecutivo, los parlamentarios podrán culminar sus mandatos hasta el 28 de julio del 2026 (salvo que suceda una catástrofe política mayor). Segundo, se aproxima también el ineludible momento de volver a intentar seducir al electorado. Esa rendición de cuentas postergada, ese cúmulo de traiciones a los votantes, esas ofensas a diestra y siniestra serán cobradas en las urnas. Así, quienes tienen previsto renovar sus puestos de representación y aspiran a una elección presidencial, recobran los incentivos para pasar de la indiferencia a la satisfacción de demandas sociales que, sin duda alguna, tienen como una de sus prioridades la salida anticipada de Boluarte.
No es propósito de esta columna pronosticar la caída del Gobierno, sino solamente describir los más probables cambios a futuro en el clima de nuestro ecosistema político. Para este ejercicio, dividamos el próximo almanaque en tres períodos. Hasta el 12 de abril próximo, la probabilidad de la caída presidencial seguirá siendo media, dada la autoprotección de intereses de los asentados parlamentarios (que no son pocos, pues varían desde los materiales hasta la posibilidad de continuar legislando a placer). Pero entre el 12 de abril y el 28 de julio del próximo año, la probabilidad de interrupción del mandato del Ejecutivo asciende de media a alta, por los acumulados costos políticos que implicará el seguir sosteniendo a alguien tan desprestigiado, en el momento de definir alianzas electorales (que tiene en junio su vencimiento). Será este un lapso turbulento, en que el Gobierno buscará aferrarse a como dé lugar –hipotecando nuestra economía– y actores oportunistas tratarán de pescar en río revuelto. Serán semanas de cuidado, de pisos resbalosos y temblores asegurados. Considero que, si a pesar del clima adverso, Boluarte consigue dar su mensaje a la nación el 28 de julio del 2025, el temporal amainará sustancialmente y el riesgo de su caída, aunque no desaparecerá del todo, se reducirá a bajo. A partir de esta fecha, entraríamos a un ritmo electoral activo, y los reflectores estarían en las candidaturas y ya no en Palacio.
Normalmente, durante momentos críticos y de deslegitimación política, los actores democráticos saben ponerse de acuerdo en ciertas medidas institucionales, como un adelanto electoral o incluso referéndums constituyentes (como en Chile durante el estallido social). En el Perú, las élites políticas decidieron, en su momento, no anticipar comicios, a pesar del clamor popular. Pero esta respiración artificial que le han otorgado al gobierno frívolo e ineficiente de Boluarte llegará a su máximo nivel de inestabilidad en el próximo otoño, un día entre abril y julio, como susurraría una bachata.