En la investigación sobre inseguridad ciudadana que realizamos en el Instituto de Investigación Científica de la Universidad de Lima, una paradoja se ha remarcado. Al entrevistar a los comerciantes venezolanos en las calles de Lima, una respuesta se muestra antagónica a la de sus pares peruanos. Lima, según su apreciación, es segura, habitable y, si bien hay ciertos peligros, no es comparable a lo que ocurre en el país caribeño. Por el contrario, cuando la pregunta se efectúa a nuestros connacionales, las respuestas parecieran dictar la trama de un ‘western’, en donde los malhechores pululan por la ciudad y cuyas cabezas ya tienen un precio establecido. ¿Cómo así pueden coexistir estas dos posturas opuestas?
Aquí nos enfrentamos a un dilema que gira en dos arenas: el de la criminalidad efectiva y el de la percepción de inseguridad. El Perú tiene un problema de inseguridad que, habitualmente, está acompañado de delitos. Sin embargo, el inconveniente radica en el método con el que se entiende la inseguridad y se pide que sea combatida por los ciudadanos. Se trata al índice delincuencial como el objeto-causa de la inseguridad, cuando, más bien, la inseguridad es fruto de una percepción multifactorial y no solo de una amenaza real encapsulada –en este caso– en el crimen. Esto no quiere decir que el incremento delincuencial no acrecienta la inseguridad, o que el sentimiento de zozobra sea fruto de nuestra imaginación o de un efecto mediático. Lo que deseamos explicar es cómo esta obsesión por creer (y querer) combatir el crimen nos envuelve dentro de un problema mayor.
Aquello que definimos como inseguridad es enmarcada por nuestra ampliación de sensibilidad hacia la seguridad. Un ‘umbral’ en función de lo intolerable que, curiosamente, puede concordar, exceder o minimizar el quebrantamiento de la ley. Es decir, cuando uno de los venezolanos entrevistados afirma la seguridad de nuestra ciudad, es principalmente porque su umbral de tolerancia hacia la violencia es mayor que el nuestro y, por lo tanto, aquello que nosotros advertimos como violento, inseguro o amenazante –intolerable– para ellos se (con)funde en el horizonte de las prácticas cotidianas. Sin embargo, debemos preguntarnos, ¿qué es aquello que determinamos como ‘efectivamente’ intolerable? ¿Solo lo que excede la ley? Y aquí se torna aun más urgente preguntarnos por aquello que nuestro umbral de tolerancia entiende como aceptable, aunque exceda a la ley. Es una pregunta inquietante que nos invita a repensar los casos de feminicidio, acoso sexual, discriminación racial y sexual, todos ellos problemas de la inseguridad ciudadana.
Así, la complejidad de la percepción de inseguridad no solo está en cómo sufrimos el embate delincuencial, sino en que, al fetichizarla, hemos ampliado nuestro umbral de violencia al punto de incluir actos violentos dentro del curso orgánico de nuestra vida social; como la ‘simple’ pelea de pareja, los celos ‘saludables’ en una relación, un piropo callejero, una broma por la preferencia sexual de alguien, o un chiste de provincianos.
Lo ríspido de la inseguridad y de los umbrales que se forman no solo está en la interpretación subjetiva de cada uno, sino en cómo un hecho, aun si es el inicio de un crimen, puede ser neutralizado por la tolerancia hasta convertirse en una mera transgresión. Esto no solo involucra a la sensibilidad ciudadana, sino también a la ley –o al Congreso– que decide qué debe proteger y qué es, según su umbral de tolerancia, objetiva, tolerable y evidente materia de inseguridad (aunque alguna bancada lo tilde de impertinente).
Cuando empecemos a pugnar para una seguridad ciudadana que aliente el libre ejercicio de nuestros derechos, que se muestre protectora ante nuestras solicitudes y que preste atención a todos (sin importar la condición social, racial, sexual), recién allí podremos empezar a forjar un plan efectivo contra la inseguridad. Mientras se continúe atacando los delitos como transgresiones cotidianas, no podremos salir de este túnel. Por eso, aunque parezca contraintuitivo, debemos defender la intolerancia. No contra otras personas que sean catalogadas de distintas, sino contra aquello que, por ‘default’, definimos como ‘tolerable’. Sócrates, en “La apología”, sostuvo que una vida no examinada no merece vivirse. Así, una tolerancia que no es examinada, no merece tolerarse.