Esta semana se cumplieron 600 días que nuestros niños no pueden asistir a sus escuelas. Mantener los colegios cerrados muestra la enorme indiferencia de nuestra sociedad para con los niños y representa un golpe frontal a sus sueños y futuro. Diversos temores, convertidos en mitos, vienen paralizando el accionar de varios sectores de la sociedad e impiden, de esta manera, la reapertura de las escuelas.
Por ello, creo que es fundamental revisar estos mitos a la luz de la evidencia y derribar los temores que persisten a su alrededor. El Banco Mundial, en su reciente reporte “¿Es seguro reabrir las escuelas?”, precisamente analiza los principales temores que mantienen cerrados los colegios en nuestro país y brinda evidencia concreta. Acá ofrezco algunos puntos claves para la discusión sobre la apertura de las escuelas.
Mito 1: Los niños tienen igual o mayor riesgo de contagio que los adultos. Eso es falso.
En el Reino Unido se hizo una sistematización de estudios que encontró que los niños tienen la mitad de probabilidad de contraer COVID-19 que los adultos, así como menos probabilidad de transmitirlo. Asimismo, un estudio que rastreó la transmisión a partir de casos pediátricos confirmados encontró una tasa de transmisión de niño a niño del 0,9% y una tasa de transmisión de niño a adulto del 1,7%. En otras palabras, es mucho más riesgoso para los niños ir al mercado o al centro comercial, donde se relacionan principalmente con adultos, que a la escuela. En línea con eso, se ha encontrado que las tasas de infección en escolares son mucho más bajas de lo que se registran en otros grupos etarios y en otros espacios.
Por otro lado, la Organización Mundial de la Salud (OMS) señala que las probabilidades de que los niños y niñas sean hospitalizados o tengan un desenlace fatal debido al COVID-19 son muy pequeñas en comparación con los adultos.
Mito 2: Los profesores tienen mayor riesgo de contagio que la población en general. Eso es falso.
La evidencia de las escuelas reabiertas no sugiere que sean entornos de alto riesgo para el personal escolar. Al respecto, el Centro Europeo para la Prevención y el Control de las Enfermedades ha determinado que el riesgo para los adultos de contraer el COVID-19 en un entorno escolar no es mayor que el riesgo de contraerlo en la comunidad o en su propio hogar. Según el National COVID-19 School Response Dashboard de Estados Unidos, la tasa de infección del personal escolar es muy baja. De hecho, según los datos de la Oficina de Estadísticas Nacionales del Reino Unido, el riesgo que corren los docentes en las escuelas es equivalente al que experimentan los trabajadores de otros sectores, como el comercio. Cabe resaltar que el mayor riesgo para el personal de las escuelas parece provenir de sus propios colegas en la escuela y no de los estudiantes.
Mito 3: Las escuelas son lugares con alto riesgo de contagio. Eso también es falso.
Según Unicef, la evidencia científica recogida en 191 países muestra que no existe una relación directa entre el cierre o apertura de las escuelas y las tasas de contagio del COVID-19. Por lo tanto, reabrir las escuelas no representaría en realidad un riesgo si se siguen adecuadamente los protocolos. Semejante es la opinión de la OMS, que encontró que los colegios no han sido focos de contagio y que los pocos casos detectados coincidieron con el incumplimiento de medidas de prevención. En otro estudio publicado en una prestigiosa revista científica sobre la reapertura de las escuelas en Australia, se encuentra que, de las 7.700 escuelas analizadas entre enero y abril, solo se registraron casos en 25 de ellas; es decir, menos del 1%.
Como se puede apreciar, debemos discutir la reapertura de las escuelas en base a evidencia y no temores. No podemos seguir dándole la espalda a nuestros niños. El Perú, tristemente, ha sido el país con la mayor tasa de mortalidad en el mundo y uno de los que ha sido más golpeado económicamente debido a la pandemia. No podemos también volvernos, gracias a niños con peores resultados educativos por las escuelas cerradas, en el país que sufra los mayores impactos negativos de largo plazo del COVID-19.