La calle pide vacancia presidencial, señaló la presidenta del Congreso, María del Carmen Alva, aun cuando precisó que, dentro del recinto parlamentario, el tema no está en agenda. De lo anterior se desprende que, si el Congreso canaliza el sentir de la población, la agenda podría cambiar. Poco antes, el presidente del Consejo de Ministros Guido Bellido había manifestado que, si el Congreso exhibiese una actitud obstruccionista, el Ejecutivo lo disolvería. En el primer mes de convivencia, ambos poderes se han mostrado los dientes. Ambos reclaman que dichos mecanismos están en la Constitución. Es cierto, pero eso no quiere decir que sean los mejores ni, menos aun, los adecuados para una dinámica de relación entre poderes cuyos antecedentes –cuando la oposición ha sido mayoritaria en el Congreso, como ocurre actualmente–, evidencian que se interrumpe el mandato presidencial, como pasó con Guillermo Billinghurst, José Luis Bustamante y Rivero, Fernando Belaunde Terry, Pedro Pablo Kuczynski y Martín Vizcarra.
Los políticos han descubierto, desde el 2016, que la vacancia presidencial y la disolución del Congreso son armas letales para acabar con el otro. Nuestra azarosa e impredecible vida política, que expulsa a muchas personas y desincentiva a otras a incursionar en los asuntos públicos, les ha dejado el campo abierto –con la salvedad de un puñado cada vez más pequeño– a muchos improvisados, aventureros o portadores de intereses mercantilistas que, en vez de hojas de vida, exhiben prontuarios. Así, mirar con norte, tomar aire antes de declarar o contar con un sentido de oportunidad al decidir, se han convertido hoy casi en una exigencia de materia olímpica.
Estas dos armas letales con las que cuenta cada poder del Estado, puestas en las manos de políticos irresponsables, convierten la relación entre poderes, no en una destinada a gobernar con control, sino en un espacio para la guerra. Así, pueden pasar de la amenaza y la provocación a activar los detonantes de las armas que, debiendo ser los últimos mecanismos por usar, pasan a ser los primeros en mostrarse. Lo peor de todo es que su uso ha sido materia de largas y no necesariamente fructíferas discusiones.
En el caso de la vacancia presidencial –una figura que aparece en nuestra Constitución desde 1838–, esta se ha distorsionado al extremo de que hoy es más fácil vacar a un presidente que a un alcalde distrital. La vacancia “por incapacidad moral permanente” ha sido usada de manera tan retorcida que se ha convertido en una ‘caja de Pandora’. A fin de cuentas, de lo que se trata es de conseguir al menos 87 votos. Las causales se llenarán con cualquier contenido. Siempre habrá un argumento. La calle, por ejemplo. En pocas palabras, la vacancia presidencial ha mutado a ser un juicio político –inexistente en nuestra Constitución–, pero sin los procedimientos garantistas con los que sí cuentan aquellos países donde esta figura existe. De la misma manera, al otro lado, tenemos la disolución del Congreso. La cuestión de confianza es tan abierta que su negativa llevada al extremo por un par de ministros puede desembocar en la disolución de un poder del Estado.
Tenemos, pues, armas y combatientes. En un sistema político precario como el nuestro, esto es altamente peligroso. Sin embargo, más vulnerable se muestra el presidente que, por ejemplo, no puede disolver el Parlamento en su último año de funcionamiento, pero este sí puede censurar o denegar la cuestión de confianza de manera ilimitada. Si el mandatario no construye coaliciones lo suficientemente amplias como para crear una mayoría parlamentaria, su suerte estará echada o, de lo contrario, se terminará subordinando al Congreso para sobrevivir. Esto lo hemos visto ya en el quinquenio pasado. En consecuencia, si algo se requiere en estos momentos, es una política de desarme. De lo contrario, como suele suceder en las guerras, las mayores víctimas serán los civiles. En nuestro caso, los ciudadanos.