El 8 de noviembre pasado, la politóloga Andrea Moncada publicó un artículo en la revista “Americas Quarterly” en el que llamaba la atención sobre el hecho de que, cada vez más, “la nueva generación de líderes del país” optaba por la migración internacional, sin intenciones de volver. Entre el 2021 y el 2023, el número de peruanos migrantes al extranjero se ha multiplicado por cuatro, rompiendo una tendencia hacia la baja iniciada en el 2008, en el contexto de los años del ‘boom’ del crecimiento económico. En la encuesta de setiembre del Instituto de Estudios Peruanos (IEP), un 47% de los encuestados declaró tener intenciones de irse a vivir a otro país en los próximos tres años, un porcentaje que era de 36% en agosto del año pasado. La intención de migrar aparece más alta en Lima y el Perú urbano, y entre los jóvenes.
No resulta casual que este año Luis Pásara haya editado el libro “¿Por qué no vivir en el Perú? Respuestas a la interrogante en 1981, 1998 y 2021-2022″ (Lima, Fondo Editorial PUCP). Datos migratorios e información de encuestas de Ipsos-Apoyo registran olas migratorias hacia finales de la década de los años 80 del siglo pasado, hacia finales de la de los 90 –que se extendió hasta el 2007– y, la más reciente, iniciada en el 2021, pero que tiene como novedad ser mucho más grande que las anteriores. En el 2022, más de 400 mil peruanos dejaron el país para no volver y hacia junio de este año ya se había sobrepasado esa cifra.
Buena parte de las olas migratorias se explica por la sensación de que el país resulta inviable y que una mala situación seguirá deteriorándose de manera irremediable. A finales de la década de los 80, la crisis económica y la violencia terrorista, y más adelante el golpe de Estado de 1992, dieron lugar a esa sensación. La recuperación posterior del país redujo el flujo migratorio, pero este regresó incluso con mayor fuerza hacia finales de la década de los 90, en medio de las muestras del autoritarismo del gobierno, los escándalos de corrupción y una renovada conflictividad social y política.
Hacia el 2008, la dinámica de crecimiento económico asociada al ‘boom’ en el precio de nuestros productos de exportación y una, mirando retrospectivamente, relativa estabilidad política redujeron nuevamente la ola migratoria. Pero, como hemos visto, esta ha retornado con una gran fuerza en los últimos dos años.
Es decir, lo que no lograron la hiperinflación, el terrorismo, el autoritarismo y la corrupción del fujimorismo y el montesinismo, lo han logrado los gobiernos de Pedro Castillo, Dina Boluarte y el conjunto de la élite política. No solo se percibe que estamos mal; lo peor es que no se vislumbra una salida, se tiene la percepción de que estamos atrapados en un bucle. Fragmentación en la política y en la sociedad, fortalecimiento de los extremos del espectro político, avance abierto de intereses particulares, ilegales e informales, incertidumbre respecto de la recuperación del crecimiento económico, creciente avance de actividades delincuenciales, ineptitud, falta de voluntad o abierta connivencia de las autoridades políticas con grupos que amenazan la posibilidad de construir una democracia digna de tal nombre, explican, entre otras cosas, la tendencia migratoria descrita. Quienes tienen oportunidades fuera del país y recursos disponibles para invertir en una aventura de esa magnitud optan crecientemente por ella.
El economista Albert Hirschman publicó en 1970 el libro “Salida, voz y lealtad. Respuestas al deterioro de empresas, organizaciones y Estados”. Si la crítica, la protesta, la organización y el activismo no generan respuestas mínimamente satisfactorias por parte del sistema político, entonces se opta por la salida. Una de las formas más terribles de desafección política es la salida del país. Los sectores propositivos del país tenemos que lograr un acuerdo que muestre que nuestro país es viable, más allá de nuestras discrepancias políticas o ideológicas. Hay mucho más en juego en los próximos años.
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