Que una imagen siempre dice más de lo que se cree es una idea que se ha forjado en la sabiduría popular de todos los tiempos. Por ejemplo, el antecedente de dicha frase hacía referencia a cosas más evidentes que la mera palabra oral, como puede ser una sola acción. Por eso, decía el dramaturgo noruego Henrik Ibsen que “mil palabras no dejan la misma impresión profunda que una sola acción”.
Pero hoy, gracias a lo digital, una imagen también “dice” varias veces, gracias al efecto de la viralización y a la posibilidad de difundir esa imagen ad infinitum. Y es que la imagen en estos tiempos digitales es hoy por hoy el contenido más compartido en Internet. Y no solo eso. Las imágenes son además los contenidos digitales más manipulados o intervenidos.
Esta situación ha llevado a que los denominados periodistas digitales, o los que ejercen esta función, tengan que entrenarse con un ojo aguzado de modo que puedan diferenciar la “paja del trigo” en contextos en donde no siempre lo que vemos es real.
No en vano un estudio publicado en la revista “Science” (2017) indicaba que: “estamos frecuentemente expuestos a imágenes manipuladas en nuestro día a día –en anuncios, en noticias, en redes sociales– y las imágenes pueden tener una inmensa influencia en las cosas que recordamos y en las decisiones que tomamos”. En ese sentido, alguien que se precie de ser un buen periodista digital tendría que haberse entrenado en el ejercicio de discriminar los detalles delatores de las imágenes que se publican en Internet.
Más aún, si reconocemos que hoy todos somos potencialmente periodistas digitales, gracias a que contamos en nuestros bolsillos con el instrumento más potente para denunciar, crear y comunicar como lo es el teléfono celular. Cualquiera de nosotros puede convertirse en el narrador, con más o menos calidad y habilidad, de un evento que esté sucediendo, o no.
La copiosa creación, tráfico y consumo de imágenes en redes sociales y otros sitios es además el arma más potente que todos tenemos para ejercer eso que en inglés se llama ‘accountability’, pues las imágenes digitales dejan mucha huella que rastrear, pero, mejor aún, dejan una impronta perecedera –todo se queda en la memoria de Internet– que, como decíamos al comienzo, dice más que mil palabras.
Entonces, hacen mal quienes ostentan el poder formal en el país en soslayar esta realidad, pues es evidente que su condición de personas públicas los hace sujetos de un escrutinio voraz que no solo recae en quienes ejercen el periodismo per se, sino también de parte de cualquier ciudadano que, como el mejor activista digital –hacker cívico–, puede jaquearlos viralizando algo que se aleja de la ley o del mandato que se les ha transferido.
Es por ello que además de todo lo que se ha expresado en diversos espacios de análisis político respecto de la última “imagen gritona” del momento, ver a la presidenta Dina Boluarte exhibiendo un artículo suntuoso como un reloj de gama alta –que además no fue declarado– tiene que volver a poner en la palestra el poder de las imágenes digitales en tanto vehículos de denuncia y empoderamiento ciudadano.
Alguien dirá que no solo ahora, sino siempre, esa posibilidad de denunciar con una foto es mucho mayor que con cualquier otro soporte. Pero es que la posibilidad de compartir, replicar, almacenar y divulgar tal imagen hoy tiene ribetes de acción global y colectiva, nunca antes visto, que les dan tremendo altavoz a los errores.
Más atención a lo que hacemos, señores funcionarios públicos, que todas sus acciones son susceptibles de convertirse en denunciable por obra y gracia de una imagen digital. Por ello, más conveniente es que sean prístinos y transparente por ‘default’, que los hacker y periodistas digitales son activos.