El pasado 6 de enero, en los Estados Unidos, una muchedumbre ocupó las instalaciones del Capitolio intentando impedir la certificación del triunfo de Joe Biden en las elecciones del 3 de noviembre. Se comentó mucho que dentro del grupo de manifestantes las ideas propuestas por QAnon tienen gran influencia. QAnon designa a los seguidores de una teoría de la conspiración según la cual el mundo es regido por una élite compuesta por seres extraterrestres y de otras dimensiones, asociados con poderosos políticos, empresarios y figuras vinculadas a los medios de comunicación, que manejan una red internacional de tráfico de menores, a los que les extraerían sustancias necesarias para producir un suero que permite la prolongación de la vida. A esta red pertenecerían, por ejemplo, Hillary Clinton, Barack Obama, George Soros, Tom Hanks, Oprah Winfrey, el papa Francisco y el Dalai Lama. Donald Trump buscaba destruir y hacer pública esta red, de allí que fuera víctima del “fraude” que le impidió ser reelecto. Las creencias de QAnon incluyen, además, la tesis de que el COVID-19 es parte del plan para dominar a la humanidad, y la vacunación masiva, el instrumento para instalar chips que permitirán controlar las mentes en el mundo.
Ciertamente, no todos los seguidores de Trump comparten estas creencias y, como han señalado correctamente muchos, muy mal harían los demócratas estadounidenses si pensaran que los 74 millones de votantes que optaron por Trump son racistas, xenófobos, paranoicos o seguidores de QAnon. Lo que está claro es que un sector muy importante de la ciudadanía en los Estados Unidos no se siente representada por la élite. Es más, se siente abandonada y hasta agredida por todo el ‘establishment’ político, quedando sin opciones y sin futuro en un mundo cambiante, inseguro y amenazante. En este contexto, hallan terreno fértil y resultan creíbles explicaciones y propuestas facilistas que le dan sentido y solución al caos del mundo. De todo esto se ha escrito mucho, especialmente respecto a los Estados Unidos y varios países europeos, y la literatura de los varios populismos de derecha recoge parte de estas preocupaciones.
En América Latina, los populismos suelen estar más asociados a expresiones de izquierda, y los bloques de derecha más tradicionales suelen representar demandas que en otros países asumen la forma de desafíos claramente extrasistémicos. Pero esto no implica que el tema no sea relevante, como lo expresa claramente el caso del presidente Jair Bolsonaro en Brasil. Pero en varios de nuestros países empiezan a emerger derechas a la derecha de las tradicionales; más conservadoras, reaccionarias y militantemente “incorrectas”. También movilizan ideas asociadas a conspiraciones internacionales en contra de las soberanías nacionales, la acción de poderes malignos (expresados en el Foro de Sao Paulo, la OMS o equivalentes), la lucha contra la “ideología de género” y, recientemente, se expresan en la promoción de métodos “alternativos” de curación y en el rechazo a las vacunas o a las cuarentenas en nombre de la libertad individual o de la libertad económica.
Siempre, en todo momento y lugar, uno puede encontrar ideas estrafalarias. El tema es cómo estas logran, en ocasiones, audiencia, expansión e influencia política. Momentos de crisis e incertidumbre extrema, cuando se pierde el horizonte de futuro, cuando nos sentimos amenazados y sin alternativas, como hemos dicho, son proclives para el desarrollo de diagnósticos y salidas facilistas, aunque suenen irracionales. El recordado Gonzalo Portocarrero, junto a Isidro Valentín y Soraya Yrigoyen, publicaron en 1991 el libro “Sacaojos. Crisis social y fantasmas coloniales” (Lima, Tarea) que sugería esa idea. ¿No estamos en un contexto similar? Frente a este desafío, corresponde aislar a los promotores interesados de esos postulados, combatir la desinformación entre los desorientados, pero, sobre todo, ofrecer alternativas y salidas a las personas más vulnerables que no encuentran salidas. No censurarlos por irracionales.