Como te ven te tratan, dice el dicho, y eso es lo que lamentablemente viene ocurriendo entre la poderosa compañía española Repsol y la desventurada República del Perú. Mientras el Estado Peruano –cuyos tres poderes se esmeran en manifestar un comportamiento errático además de ilegal, irresponsable e incluso corrupto– implosiona, es posible verificar su enorme vulnerabilidad. Entre los “bonos basura” de Petro-Perú, enfeudado y esquilmado sin piedad, hasta un desfile de ministros ineptos, el último, nombrado en la importante cartera de Justicia trae a cuestas la acusación de defender a un sentenciado por violar a una menor de edad. Sufrimos la rapacidad y el descaro de los nuevos administradores del Perú.
En medio del espanto cotidiano del que no se escapa un Congreso movido por intereses estrictamente personales, parece ya muy lejana esa foto del presidente Pedro Castillo tomando del pescuezo a un ave bañada en petróleo, que a mí personalmente me conmovió. No solo porque amo a los animales sino porque es la fiel expresión de la sensibilidad de un hombre, en teoría cercano a la naturaleza. El mismo que desde hace meses repite cual conjuro que su misión es salvarnos de 200 años de errores, mientras él no rectifica los propios como, por ejemplo, no haber expresado con firmeza la posición del Perú, además del esbozo público del plan legal contra la trasnacional responsable del peor desastre ecológico de nuestra historia.
Desde el inicio de la hecatombe, cuyo costo es incalculable, Repsol se burló de nuestra inteligencia, evadiendo su responsabilidad ante la destrucción de una zona importante del mar de Grau y de sus centenares de especies. “No somos responsables”, fue la frase que nos lanzó a la cara una sonriente vocera del conglomerado, que hace mucho tiempo recuperó el dinero que pagó por la Pampilla, mientras aves, peces, nutrias, focas agonizaban ante la desesperación y el sacrificio del extraordinario equipo de Serfor. Hay que tener una soberbia extrema o una indiferencia supina para mandar ese tipo de mensaje a una nación que era testigo de un ecocidio, sin una reacción eficiente y planificada de quienes lo causaron. Una transnacional sin plan de contingencia que tuvo la desfachatez de contratar a los pescadores peruanos para que revivieran, una y otra vez su tragedia personal, mientras recogían a los cuerpos sin vida de las aves que los alegraban cuando faenaban en el ahora mar de la muerte.
Luego del derrame OEFA y Osinergmin le impusieron a Repsol una serie de medidas que debía cumplir y que no hizo a cabalidad. Entre ellas y por lo que fue multada se encuentran: la identificación de las zonas afectadas por el derrame, limpieza de todo el espacio contaminado, contención y recuperación del hidrocarburo, sustento de cuáles eran las medidas para garantizar la alerta en caso de nueva fuga y lo más importante, la presentación de un informe preliminar con información exacta del volumen del impacto del derrame.
“Los tres niveles de Gobierno tenemos que sentir lo mismo porque con discriminaciones no podemos avanzar”, afirmó hace algunos días el presidente Castillo. El Estado no es un sentimiento sino más bien una construcción racional que demanda del trabajo arduo de equipos, de excelencia, compromiso y un horizonte compartido. Si a ello se añade un conocimiento cabal de una historia tan complicada como la nuestra y una ética entre los servidores públicos tenemos un mapa básico para navegar en las aguas encrespadas del dramático cambio de era que estamos atravesando. Porque el tema vital en estos tiempos de guerra, peste y muy pronto hambruna no es la sobrevivencia de un presidente o de un puñado de congresistas, empeñados en tirar por la borda las reformas y los avances, sino preservar a la República del Perú de la discriminación mundial. Esa que sufren los estados fallidos que deben de aguantar el maltrato o vivir de las dádivas de los poderosos que los digitan. Que el trato indigno que seguimos recibiendo de Repsol nos sirva de alerta de los riesgos que corren las naciones soberanas cuando los que las gobiernan no están a la altura de las circunstancias y se empeñan en imponer la agenda personal sobre el bien común.