Hace un par de años tuve la oportunidad de asistir a un gran evento anual para empresarios y políticos en Argentina, algo en una nota muy similar a la nacional CADE. Durante las presentaciones –muy bien puestas e interesantes– no pude evitar sentir una inmodesta y silenciosa satisfacción: los asuntos de política pública que discutían ya se habían superado en el Perú hacía largo tiempo. El crecimiento desmedido del Estado, los controles de precios que promovían escasez, los esfuerzos por apaciguar la inflación, la preocupación por un tipo de cambio que se les iba a las nubes, entre varios otros temas, traían un eco de los debates peruanos que fueron centrales en los años ochenta y principios de los noventa. “Estos problemas”, me decía a mí mismo con una sonrisa interna, “en el Perú ya los pasamos”. Pero la inmodestia –sucede con frecuencia– tiene sus maneras de mirarte de vuelta.
Seamos claros: desde hace buen tiempo el debate peruano de políticas públicas estaba estancado. Con muy pocas excepciones –como el avance en cobertura universal de salud o la introducción de programas sociales de transferencias monetarias–, hace por lo menos una década y media que no sucede nada demasiado relevante. Especialistas y organizaciones de todo tipo tienen desde hace muchos años el mismo diagnóstico y el mismo abanico de soluciones presto para ser aplicado por la autoridad que se atreva a hacerlo. Si uno busca propuestas concretas, notará que existe muchísima mayor coincidencia de la aparente entre personas e instituciones que se perciben distintas. Es así que, en asuntos clave como las fallas de la descentralización, la sobrecarga burocrática, la informalidad laboral o el avance insuficiente de la inversión pública, somos ya un disco rayado.
Lo que tenían en común estas propuestas de mejora es que miraban hacia adelante. Intentaban desfasar lo que se había demostrado poco útil y construir sobre lo bueno que ya existía. Habría que ser ingenuo para pensar que todo se podía poner en marcha en un periodo corto o por una sola administración, pero siempre cabía la esperanza de que eventualmente las políticas entrasen al debate y se implementasen siquiera de forma parcial. Y entonces el ciclo continuaría, lento pero seguro, para mejor.
Ese juego de décadas, lamentablemente, se ha quebrado. En vez de intentar construir, desde hace poco más de un año la dinámica de la discusión de política pública se encuentra a la defensiva –preservar lo bueno que existe ante los ataques de quienes impulsan las políticas fracasadas del pasado–. Lo que empezó con el Congreso anterior como instrumento, y la pandemia como catalizador, amenaza con continuar con muchísima mayor virulencia desde el Ejecutivo en los meses siguientes.
Hoy toca, más bien, desempolvar las lecciones de hace tres décadas. En vez de proponer una compleja modernización del servicio civil, toca defender que sus salarios no se vayan a la mitad. En vez de continuar con la idea de inyectar capital privado a empresas públicas para hacerlas más sostenibles y eficientes, toca recordar por qué fue que cerramos todas esas otras empresas públicas ineficientes y corruptas en primer lugar –y que hoy el presidente del Consejo de Ministros amenaza con revivir–. En vez de abrir nuevos mercados, habrá primero que convencernos de que la apertura comercial, incluyendo las importaciones, son fundamentales para el progreso del Perú. Lo mismo con interiorizar que los controles de precios en un mercado competitivo nunca han ayudado a nada, sino solo a políticos y empresarios inescrupulosos a enriquecerse a costa del resto. Y que la verdadera fuente de riqueza está en el trabajo y la inversión privada, no en planes que entregan igualdad hacia abajo. Todas esas son lecciones que ya deberíamos saber, pero que en el contexto actual conviene no dar por sentadas.
Hay una gran diferencia, sin embargo, con respecto a los ochenta y noventa. El país ha sido testigo reciente de qué tipo de políticas funcionan para crear prosperidad y cuáles no. También ha sido testigo de los resultados que han obtenido otras naciones con uno u otro tipo de política. El balance es clarísimo, y eso también hay que resaltarlo.
Si bien por ahora los tiempos indican que la prioridad parece estar más en conservar lo bueno que en construir sobre eso, el consuelo será que el Perú tiene la memoria y las herramientas institucionales para dar esa batalla. Y, cuando este trance culmine, recordaremos con más modestia que los deslices populistas en los que caen las naciones están siempre acechando a la vuelta de la esquina –para el Perú, para Argentina, y para cualquiera que olvide su pasado reciente–.