En el Perú tenemos una democracia disfuncional con una muy pequeña clase política que ha hecho del enfrentamiento constante su modus operandi. Los políticos hacen carrera sobre la base de la pugna constante y el enfrentamiento, con el añadido letal del populismo. Y los ciudadanos lo permitimos porque seguimos votando por políticos que solo representan sus propios intereses personales y/o grupos de poder. Pero, además, hemos optado por alejarnos de la política, dejándole el espacio a los peores. A una recua de desadaptados que no ha logrado entender que solo llegan al poder porque en este país de desconcertadas gentes nadie quiere dar batalla para construir país.
Tradicionalmente la izquierda ha considerado a las élites económicas en el Perú como poderes fácticos. Aquellos que llevaban a uno de los suyos al poder para capturar rentas. Y cuando no lograban ganar elecciones, compraban al poder de turno. La élite limeña es experta en engatusar a aquellos outsiders que por voluntad popular llegaban a Palacio. Quien puede olvidar a la Nadine Heredia de la primera vuelta del 2011 luego transformada en portada de “Cosas”, solo por dar un ejemplo.
La captura de rentas no es más que usar el acceso al poder para obtener beneficios a través de leyes que favorezcan a sus empresas, formar oligopolios e imponer tarifas y restricciones al libre desarrollo del mercado, contratos millonarios como los del ‘Club de la construcción’ o los negociados por Karelim López. En el Perú la corrupción es endémica y está institucionalizada. La enfrentamos todos, los que hacen empresa y los que somos solo ciudadanos de a pie. Tenemos la equivocada idea de que esta −la corrupción− nos facilita trámites y nos permite obtener permisos que, de otra manera, tardarían meses, cuando no años. Digamos la verdad: hemos crecido en la corrupción, sin importar a qué nivel socio económico pertenecemos.
La izquierda tiene sus propios poderes fácticos. Un poco menos elegantes, más “lumpemproletariado”. No se reúnen en los clubes privados del Centro de Lima o de San Isidro, lo hacen en Breña, pero son en el fondo lo mismo: delincuentes en busca de generar más ingresos a costa del país.
Y así como la derecha mercantilista defiende a los suyos, la izquierda retrógrada hoy se divide entre los que siguen apoyando al Gobierno y aquellos que afirman que Castillo no es de izquierda, pero le prestan a sus “mejores” cuadros para que nos gobiernen. En el primer grupo tenemos a quienes de manera risible consideran que el modelo económico ha generado mayor pobreza y desigualdad. Aquí poco importa que, gracias al cuestionado modelo, el Perú haya reducido la pobreza del 54% (2004) al 20,3% (2020), logrando que 9 millones dejaran de ser pobres. Poco importa que el 85% de esa reducción de pobreza sea producto del crecimiento económico, que es impulsado por la empresa privada, esa a la que pertenecen los emprendedores. Tampoco importa que el coeficiente Gini, aquel que mide la desigualdad, se haya reducido. Y es que a la enana clase política la evidencia no le importa.
Existe un sector importante de peruanos excluidos de los beneficios del crecimiento y desarrollo y con ellos juega nuestra enana clase política. La corrupción y el mercantilismo hacen que en el Perú el acceso a las instituciones económicas sea cerrado y excluyente. Así, el 78% de la PEA ocupada se desarrolla en la informalidad y miles de peruanos solo pueden acceder a un terreno para construir un futuro a través de traficantes de tierras sin acceso a agua, saneamiento o un título de propiedad. Lo sabemos hace décadas y no hacemos nada por cambiarlo.
Mientras tanto, la derecha mercantilista sigue buscando capturar rentas y el ministro Francke, con su sonrisita socarrona, nos dice que las expectativas de crecimiento son las mejores de Latinoamérica. Ninguno de los dos bandos entiende el Perú ni podrá llevarnos al desarrollo.