¿Han visto esos relojes de arena que están suspendidos entre dos soportes y que, cuando una parte se llena, inmediatamente se voltean para recomenzar el proceso? Es decir, vuelven a empezar en su eterno conteo. Es una metáfora sobre el concepto de la circularidad del tiempo que muchas culturas han tenido, por un lado, con los procesos de reencarnación y, por el otro, con la concepción de que los ciclos se repiten en la historia en forma de una espiral. Esta idea también está representada en la samsara, un importante símbolo del hinduismo y del budismo graficado como una rueda que gira hacia una sola dirección y que indica que todo se repite en alguna forma. Así, los dioses nos dan una nueva oportunidad de recomenzar a partir de lo aprendido y de los errores cometidos bajo el crédito que nos otorga el karma.
Si revisamos la evidencia arqueológica en nuestro territorio, notaremos cómo los ritos funerarios costeños y andinos duraban varios días y el tipo de ofrenda que acompañaba al difunto era similar a la que la persona había usado en vida. A su vez, fluyen tradiciones que anuncian el retorno del líder mesiánico que restaurará el orden perdido. Una gran cantidad de sociedades cuya economía se basaba en la agricultura se entendieron a sí mismas y a la vida de sus miembros como partes de la circularidad de las estaciones que reproducen los ciclos de la vida con el detalle de que, luego del invierno, el ciclo se reanuda con la primavera.
La concepción del tiempo occidental, por otro lado, es lineal; no hay marcha atrás y técnicamente los ciclos no se repiten. A nivel religioso, no hay reencarnación, sino cielo o infierno. Sin embargo, este año nos invita a que pensemos qué otras concepciones del tiempo son sugerentes para nuestra racional cultura.
Hace 1.000 años, marcando el fin del período medieval, las fuerzas de Occidente impulsadas por el cristianismo marcharon contra los árabes en pos de recuperar los lugares sagrados. En el fondo, sin embargo, lo que buscaban era expandir las rutas comerciales hacia Asia. En aquel entonces, el grupo no occidental era percibido como infiel y bárbaro; una perspectiva que, en realidad, contrastaba con los grandes avances científicos y el desarrollo cultural de los árabes. Ese fue el inicio del primer milenio. El segundo milenio volvió a comenzar con los occidentales confrontando al mundo islámico en una guerra muy agresiva basada en la ideología –como ocurrió con las Cruzadas– pero también, como hacía 1.000 años, con un interés económico como trasfondo; en esta oportunidad, el de la industria petrolera. Lamentablemente, el saldo siempre ha sido negativo y las consecuencias de las invasiones occidentales han sido devastadoras para Oriente Medio.
Hace 700 años, una epidemia transcontinental viajó desde Oriente hacia Europa en un periplo bastante similar al que realizó la pandemia actual, con la diferencia de que el COVID-19 ha atravesado océanos, enclaustrando cinco continentes, y que, a diferencia de la peste negra, el coronavirus le ha concedido a la ciencia una categoría que antes era exclusiva de la religión.
Hace 600 años, Johannes Gutenberg usó una prensadora de uvas a la que adaptó moldes de letras intercambiables para crear su imprenta de tipos móviles. Dicho invento permitió cosas que fueron mucho más allá de simplemente dejar desempleados a los monjes copistas; se difundió la Biblia de manera que pudieron realizarse nuevas interpretaciones de esta; se difundieron las ideas de la Ilustración, lo que facilitó las revoluciones contra las monarquías; se contribuyó a la producción de diarios y prensa local, lo que contribuyó a que surgiera la idea de nación unida por las mismas noticias; entre muchas otras cosas. Lo que vivimos ahora, pues, es apenas una prolongación de este cambio cultural, en el que Internet, como medio de difusión de ideas, se ha visto potenciado por la pandemia, generando no solo comunidades locales, sino también globales.
Es difícil que una cultura basada en la lógica aristotélica adopte el concepto circular del tiempo. Los occidentales somos más aburridos y creemos en los procesos a partir de entender todo como causa y consecuencia, a veces de manera exageradamente severa, como resume G. Michael Hopf en su novela posapocalíptica titulada, dramáticamente, “Los que quedan”: “Tiempos duros crean personas fuertes, personas fuertes crean buenos tiempos, buenos tiempos crean personas débiles, personas débiles crean tiempos duros”.
El espacio me quedó corto para comentar cómo el tiempo de la Historia peruana parece circular, pero ya hablaré sobre ello en otra columna. Siempre hemos vivido tiempos duros, pero creo que, más que fuertes, hemos crecido flexibles y llenos de recursos, y hemos recuperado la capacidad de indignarnos frente a los prejuicios y a la discriminación. Cuando ya podamos reencontrarnos todos en la calle, comenzaremos un nuevo ciclo, con muchos problemas similares a los de antes, pero en el que nosotros seremos distintos y mucho más creativos frente a la cadena de desafíos que “siempre ocurre, pero no es igual”, como reza una canción de Pedro Suárez-Vértiz.