El domingo del Óscar, la actriz Natalie Portman acudió a la ceremonia vistiendo una capa que tenía bordados en dorado los nombres de todas las mujeres que no habían sido nominadas a Mejor Director. El acto vino en medio de fuertes críticas por la ausencia femenina en esa categoría: desde 1929, solo cinco mujeres han sido nominadas, y solo una ha ganado. Entre los muchos elogios a Portman, la también actriz y activista Rose McGowan escribió en su Facebook: “[Este acto] es el tipo de protesta que tiene reseñas positivas en los medios por su valentía. ¿Valiente? Ni de cerca. Estamos ante una actriz haciendo el papel de alguien a quien le importa […]. Encuentro el tipo de activismo de Portman muy ofensivo”.
La discusión entre ambas (que ha incluido una respuesta de Portman y un pedido de disculpas de McGowan por haberse enfocado demasiado personalmente en ella) puede parecer anecdótica, pero en realidad revela las tensiones que comienzan a aparecer ahora que el feminismo es cada vez más popular. Y no tenemos que ir a Hollywood para tener esta discusión.
En el libro “Why I Am Not A Feminist. A Feminist Manifesto” (“Por qué no soy feminista. Un manifiesto feminista”), la escritora Jessa Crispin discute precisamente cómo el feminismo está siendo vaciado de contenido. Aunque no quiero decir que estoy de acuerdo con todos sus argumentos, sin duda uno de los méritos de Crispin es su llamado a ver con sospecha acciones autoproclamadas feministas: “En algún momento en el camino hacia la liberación femenina, se decidió que el método más efectivo era que el feminismo se volviera universal […]. En el camino se olvidaron de que para que algo sea aceptado universalmente, se tiene que volver lo más banal, no amenazante e inefectivo posible”. En este movimiento –advierte Crispin– algunas personas parecen creer que el definirse como feministas implica que todas sus acciones deben automáticamente considerarse también feministas; y que, por lo tanto, no deben ser cuestionadas.
Una de las formas en las que la banalización del feminismo se manifiesta ha sido bien resumida en un artículo de la periodista Jia Tolentino en el “New York Times”. Allí, Tolentino contaba que, en su puesto de editora en una revista, recibía continuamente e-mails que tratan de promover objetos o temas “empoderadores” como, por ejemplo, “divorcio, Miley Cyrus, déficit de atención hiperactiva, ritos sexuales del antiguo Egipto, leggings, mandar fotos de desnudos, recibir fotos de desnudos, negarse a recibir fotos de desnudos”. En resumen, decía Tolentino, “la mezcla de cosas que se presume transmite y aumenta el poder femenino no tiene límites y es al mismo tiempo depresivamente limitante”.
Pensemos –especialmente ahora que se viene el Día de la Mujer– en todas las marcas que nos venden y venderán sus productos (sean zapatos, ropas de baño, libretas, carteras...) empaquetados de feminismo, empoderamiento y diversidad. Los invito a contar cuántas reducirán las luchas, complejidades, desacuerdos e historia del feminismo en un polo del tipo “Todos deberíamos ser feministas” (un polo que, para más señas, puede comprarse en su versión en inglés en la página web de Dior por S/2.554).
Por supuesto que el que más personas se identifiquen con el feminismo tiene consecuencias positivas. Y por supuesto que el que una actriz como Portman denuncie la inequidad de género tiene un impacto. Pero lo anterior no significa que cualquier signo de feminismo pueda ser tomado de forma acrítica. Y menos aún que debamos creernos el discurso de cualquier marca que se sume a la ola, sin tener de feminista otra cosa que la etiqueta.