Si antes del “debate técnico” el nivel de ansiedad que vivía el país era altísimo, pues ahora ha roto todo récord. Salvo excepciones, lo del domingo resultó siendo un ejercicio en futilidad. Bueno, no voy a exagerar, sirvió para demostrarnos que ninguno de los candidatos está listo para gobernar. Los lugares comunes, las incoherencias, las muletillas políticas, los ataques previsibles y la falta de preparación y sustancia, todo contribuyó para restarnos dos preciosas horas de nuestras vidas.
Era previsible. La mayoría de los peruanos ya ha decidido su voto, casi todos por descarte más que convicción. Resulta poco probable que un número considerable cambie su opinión por escuchar a Techito hablar una vez más sobre la vivienda popular que no se construirá o a una potencial vicepresidenta haciéndole la competencia a los ampays de Magaly o Peluchín. ¿Acaso no nos damos cuenta que en estas elecciones todo se mueve por temor? Y no solo gracias a las campañas de terror iniciadas por cada uno de los pretendientes, sino también porque hoy día cualquier persona con un smartphone o computadora puede convertirse en un Goebbels criollo.
¿Cuándo vamos a aprender que el problema de fondo no es de técnicos o de planes, sino de instituciones, especialmente las que sostienen a la democracia? Cuando estas son sólidas permiten que una sociedad funcione con orden y justicia. Además, son formidables muros de contención que impiden que el exceso, autoritarismo, impunidad y corrupción se apropien del sistema político y el alma de una nación. Desde hace mucho tiempo –por desgracia– nos hemos dedicado a debilitarlas por conveniencia, comodidad e inconsciencia.
Hace casi cuarenta años se publicó mi primer artículo académico. Fue en la revista “Ius et Praxis” de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad de Lima y tocaba un tema poco trabajado en el país en esos tiempos: la institucionalización del sistema político. Basándome en los criterios entonces vigentes acerca de ‘institution building’ (desarrollo institucional), presentaba algunas de las medidas más importantes para lograr una mayor institucionalidad democrática.
El artículo iniciaba con una crítica al énfasis que la ciencia política estadounidense ponía en la estabilidad a dispensa de otros asuntos tan o más importantes para el desarrollo de la democracia. La idea era que el proceso de democratización solo se garantizaba vía el eficiente funcionamiento del mercado y el aliento a la inversión. Inclusive, algunos autores lamentaban que en América Latina existía “demasiada participación política” y ello podría ahuyentar el capital. En contraste, en el artículo hacía hincapié que “la verdadera estabilidad del sistema político, es decir su institucionalización, no ha sido posible en muchos países debido a presiones del mismo sistema económico”.
La izquierda tampoco ha sido muy propensa a favorecer la institucionalización. Bajo la consigna de ser del “pueblo”, sus líderes y autoridades se arrogan la exclusividad en interpretar los deseos y las demandas de la población. Sin duda convocan a asambleas, cabildos, mesas de concertación y otros mecanismos de participación en las cuales se discute y llega a propuestas pero que luego son archivadas o ignoradas. Además, si la gente no está de acuerdo con lo decidido por la cúpula, siempre pueden aducir que están alienados o sufren de “falsa conciencia”.
Para ambos, la institucionalidad es un estorbo porque modula o controla los excesos de los intereses particulares, sean políticos o económicos. Y parece ser que, a pesar de sus diferencias ideológicas, nuestros enfrentados candidatos emulan a Lenin, por eso del “salvo el poder, todo es ilusión”. El camino a tan ansiado fin aparentemente incluye reclutar apuradamente a intelectuales (a la usanza de Gramsci) y bautizarlos como “orgánicos”.
¿Qué podemos hacer además de preocuparnos? Creo que la historia nos ha enseñado que, a menor institucionalidad, mayor ciudadanía activa. Las principales movilizaciones en los últimos años no han sido para defender un partido, ideología o líder. Han sucedido para proteger instituciones y asegurar el ejercicio de derechos. Ello muestra que –a pesar de que nos faltan organizaciones y que no contamos con partidos– sí creemos en la democracia y queremos vivir bajo su tutela.