La rápida evaporación de los veinte puntos de ventaja que le llevaba a Keiko Fujimori, al punto de enfrentar ahora un empate técnico en las intenciones de voto, coloca a Pedro Castillo en el angustioso dilema de romper con su mentor, Vladimir Cerrón (cosa casi imposible), o correr el riesgo de perder la elección.
Lo que haga o deje de hacer Castillo, más que Fujimori, definirá el resultado del domingo 6 de junio.
Hay tal confusión en el candidato de Perú Libre que el mismo día de la elección sus adherentes no sabrán por cuál votar: si por Castillo, alter ego de Cerrón, dispuesto a instaurar una dictadura; o si por Castillo, maquillado de demócrata y atado ahora a las cuerdas de la izquierda tradicional, dispuesto a entregarle a esta lo que él no sabría manejar: el Gobierno y el Estado.
Cómo Castillo saldría en busca de nuevos votantes asumiendo compromisos democráticos forzados y poco creíbles, si al mismo tiempo puede perder los votos que ganó hasta hoy con sus propuestas radicales.
Cómo embarcarse en una alianza con partidos y dirigentes de la izquierda tradicional, peleados entre sí, a los que Castillo antes rechazó por representar más de los mismo y por vivir de cuotas de poder que en un eventual gobierno suyo se lo pedirán a gritos.
Cómo poner de lado o esconder a Cerrón, fundador y presidente de Perú Libre, de las decisiones y estrategias de Castillo, cuando precisamente Cerrón maneja cada tuerca y tornillo de esas decisiones.
Cómo piensa Castillo marchar del mismo brazo con Verónika Mendoza y el excura Marco Arana, ácidos cuestionadores, ambos, precisamente de Cerrón, por los delitos de corrupción cometidos por este en la presidencia de la región Junín.
Dicho metafóricamente, el poder de Cerrón atraviesa el cuerpo de Castillo como una lanza puede atravesar el cuerpo de un soldado. No hay forma de sacarla ni de dejarla dentro, sin que Castillo muera políticamente.
Hasta en la formalidad de su ambivalente candidatura presidencial Castillo es prisionero de Cerrón, pues este, además de fundador, presidente y secretario general de Perú Libre, es autor del ideario marxista leninista del partido, presentado al JNE y avalado por este organismo como si se tratara de un plan de gobierno.
Castillo parece ser consciente de que su propuesta autoritaria inicial, rubricada por Cerrón (reemplazo de facto del Congreso por una Asamblea Constituyente, seguido de confiscaciones de yacimientos mineros y gasíferos) le ha servido de rebote más a Keiko Fujimori que a él mismo, en una efectista campaña del “no al comunismo”.
De ahí que el profesor-candidato no quiera darle más tela que cortar a su rival electoral, apelando a última hora a cambios bruscos en sus estrategias y reclutando en el camino a técnicos que apenas conoce.
Castillo cayó al comienzo en el artificio electoral de que sus promesas autoritarias podrían cumplirse fácilmente, para luego entender que para ello tendría que haber exhibido, desde la primera vuelta, una importante mayoría en el Congreso, cosa que más bien está del lado de sus adversarios. Generalmente los caudillos que aspiran a construir regímenes autocráticos o dictatoriales basan su poder en el dominio del Congreso, que les permite, entre otras cosas, imponer a su capricho nuevas constituciones.
Confiado en que el antivoto de Keiko Fujimori podría asegurarle la segunda vuelta y que una vez conquistado al poder apelaría al recurso jurídico de la “negación fáctica de confianza” (usado inconstitucionalmente por Martín Vizcarra) para replicarlo contra el Congreso recién electo y así abrir las puertas a una Asamblea Constituyente, Castillo ha venido perdiendo el sentido de la realidad y las proporciones.
Hubiera sido política y electoralmente más rentable para Castillo que sumara al duro antivoto de Keiko Fujimori una oferta de cambios profundos en la estructura y gestión del Estado (que no han permitido, por ejemplo, en veinte años, una mejor y más equitativa distribución de la riqueza), pero planteada dentro de los cauces democráticos y constitucionales del país.
En Castillo se da el caso insólito de un candidato que concentra casi todas sus propuestas en potestades que no son del presidente sino del Congreso, en el que justamente no tiene mayoría.
Resulta asimismo insólito que el JNE, como si estuviese hecho de papel mojado, permita que Castillo tenga presentado ante sí un ideario marxista-leninista, con el clarísimo objetivo de instaurar un régimen absolutamente reñido con la estructura institucional democrática del país.
Instancias porosas y permisivas del JNE no pueden ser vistas con indiferencia y complacencia. Está en juego una elección presidencial que reclama, de su mayor árbitro, imparcialidad, integridad y transparencia, valores hoy puestos seria y gravemente en duda.