Después de una larga y dolorosa espera que pareció tomar mucho más tiempo de lo normal, finalmente pasamos el último día del 2020 para llegar a lo que supone que es un año significativamente más promisorio. El principal argumento de nuestro optimismo es que el factor sorpresa ha sido eliminado. Si este año nos vuelve a traer un escenario apocalíptico con un virus incontrolable, cuarentenas, incendios forestales, líderes mundiales desquiciados o locales incapaces e inacabables llamadas por Zoom, podremos mirarlo a la cara con la apatía de un rostro conocido e intentar continuar con nuestras vidas, como lo hemos hecho hasta ahora.
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Pero hay un ámbito que a pocos les importa que sí podría ser peor que la vuelta al sol anterior. Un ámbito cada vez más alejado de la realidad y de la población, pero que sigue teniendo un gran impacto en las desgracias diarias de todos: el inefable ámbito de la política. Porque, por supuesto, junto al Año Nuevo, llega el año electoral.
Como todos sabemos, el año electoral implica que pronto las calles se repletarán de propaganda política, especialmente ahora que los candidatos no pueden anunciar en radio o televisión (salvo por la franja electoral), empezaremos a verlos repentinamente interesados en el acontecer nacional, pronunciándose sobre todos los asuntos coyunturales para tratar de ganar un espacio en los titulares y, lo más importante, los empezaremos a escuchar debatir. El debut pugilístico-argumentativo de los aspirantes a la presidencia será en febrero, cuando los líderes del pelotón sean invitados al CADE electoral. En un escenario de campaña de baja intensidad, este debate va a ser particularmente importante pues posiblemente logre brindarle algunos puntos de margen en las encuestas a aquellos que salgan airosos de la cita.
El gran riesgo de las elecciones del 2021 tiene justamente que ver con los porcentajes y con lo aprendido en el último quinquenio. Si la campaña sigue como hasta ahora, es decir, sin candidatos con porcentajes de intención de voto relevantes, nos arriesgamos a repetir y multiplicar los problemas del pasado. Supongamos que dos personas pasan a segunda vuelta con menos de 20% cada una. A pesar de ser un porcentaje paupérrimo, sus bancadas obtendrían una cantidad de curules significativa. Lo cual nos llevaría a un escenario similar a lo que ocurrió con el fujimorismo en el 2016: aunque no obtuvieron la mayoría de los votos en la primera vuelta, sí controlaron la mayoría del Congreso. Así, estaríamos nuevamente en la situación de tener una clase gobernante con más poder del que el pueblo quiso otorgarle, pero con la capacidad de usar la retórica de la representatividad popular para justificar sus acciones.
Lo cual me lleva al segundo y más grave problema de este año electoral: un o una presidenta sin legitimidad. Si es que ninguno de los actuales candidatos logra generar interés en la ciudadanía, nos veremos inevitablemente atorados con un líder impopular, y ya sabemos cómo termina esa historia. O bien es un presidente sumamente débil, a merced del Congreso y sin capacidad para mover la maquinaria estatal; o es un líder populista que busca tener contenta a la población a base de humo y espejos.
Lo cierto es que luego de conocer la lista de los personajes que luchan por ganar las elecciones generales del 2021, es poco probable que tengamos grandes sorpresas en las encuestas. Falta capacidad, carisma y probidad en la oferta para seducir a los electores. El problema es que el daño que cinco años más de liderazgos incompetentes le harían a los cimientos de nuestra democracia podrán ser irreparables. Nos acercamos a un punto de no retorno.