No todo está perdido en la política peruana. Hay lugar en ella para intentar más de una misión imposible.
Entre la grave crisis sanitaria, económica y social y la profunda decepción del régimen y la conducta del expresidente Martín Vizcarra, la política peruana, que es la que tenemos y en la que nadie cree, se apresta, una vez más, a renacer de sus cenizas.
¿Qué tendría que pasar detrás de la posibilidad de que esta ave fénix quiera en verdad resurgir de entre el tumulto y las llamas de este tiempo?
Que en principio el gobierno de transición del presidente Francisco Sagasti deje de ser el ama de llaves de Martín Vizcarra en los ministerios y en los órganos jurisdiccionales fiscales y judiciales. Su deslinde del vizcarrismo tramposo y de los arrebatos saltimbanquis del Partido Morado ha sido muy pobre y tardío.
Que por fin a partir de julio de este año podamos dejar atrás las radicales confrontaciones de campaña electoral y las dominantes tentaciones de pensamiento único para construir el milagro de un entendimiento plural y consensuado sobre 5 o 7 puntos que hagan viable, políticamente, el Perú inviable de hoy.
Que en este marco de entendimiento la Constitución vigente siga siendo una garantía de estabilidad por sobre todas las necesarias enmiendas y reformas que ella misma permite introducir mediante sus propios mecanismos.
Que a ningún presidente se le vuelva a ocurrir, como a Vizcarra, imponer unilateralmente reformas políticas de fondo que solo pueden sustentarse en un amplio consenso.
Que el Congreso, la fiscalía y la justicia, sin tener que desafiar el ejercicio gubernamental, puedan ser los contrapesos fundamentales del poder presidencial, cuya naturaleza autoritaria radica en su diseño constitucional lamentablemente no corregido.
Que la gobernabilidad, como interacción de todos los poderes del Estado, pueda estar, ahora sí, por encima del sueño y propósito de gobierno personalista y excluyente de cada presidente.
Que el sentido constitucional del gobierno unitario prevalezca sobre las excesivas competencias anárquicas de las administraciones regionales al punto de que sus resoluciones tienen el rango de leyes nacionales.
Que cualquier cambio saludable en la política peruana va a ser una misión imposible si la sociedad civil continúa dividida en bandos polarizados que le impiden constituir una masa crítica independiente frente al poder. En los últimos 20 años no ha pasado de ser una caja de resonancia de los antis de acá y los antis de allá.
Que aunque sorprenda enormemente, nada sería más grato para un país con tantas fracturas políticas como el Perú, que ver sentados a una misma mesa, al final de la segunda vuelta electoral, a Yonhy Lescano, Rafael López Aliaga, George Forsyth, Keiko Fujimori, Verónika Mendoza, Hernando de Soto, César Acuña y Daniel Urresti, intentando trazar una curva de gobernabilidad. Quien resulte presidente sabrá que tiene que hacer más Estado que gobierno, más política inclusiva que excluyente, más alianzas que invención de adversarios.
Que una insólita cumbre como esta, no importa que no sea la ideal, logre reemplazar el espacio de la habitual bronca política radical por otro realmente constructivo que reclama el juego limpio de entendimiento que no necesariamente anda detrás del aplauso fácil y la aprobación pública.
Que en este nuevo escenario tendría que frenarse toda pretensión presidencial de ejercer actitudes confrontacionales, al extremo de marcar una división en el país entre favoritos y adversarios, entre héroes y villanos, en abierto rechazo a una legítima y necesaria oposición.
Que quien llegue al poder presidencial evite la tentación autoritaria del gobierno propio, como Pedro en su casa, y piense en distribuirlo y compartirlo mejor. Deberá ser consciente de que en esta verticalidad reside el drama nacional que priva a las instituciones del Estado de no poder dar una respuesta idónea y eficiente a las demandas de bienestar común.
Que el descolocado y desconcertado elector peruano pueda alguna vez disfrutar la sensación de que su ejercicio de sufragio tiene algún sentido y que su delegación de poder presidencial y parlamentario ya no sea un salto al vacío ni la negación a la posibilidad de sentirse representado y con derecho a exigir rendiciones de cuentas.
Que como una muestra de reivindicación de una buena práctica política los hoy candidatos a la presidencia en partidos alquilados o comprados sean los principales promotores de que este fenómeno político “trans” no solo no vuelva a presentarse más sino que se convierta en la piedra de toque del nacimiento y fortalecimiento de nuevas vitales organizaciones democráticas.