Según Ipsos, 39% considera que en la segunda vuelta hubo irregularidades menores; 27% que hubo irregularidades significativas y 26% que hubo fraude. 49% desaprueba la gestión de la ONPE y 56% la del del JNE. 28% cree que el indebidamente favorecido fue Pedro Castillo; 25% que Keiko Fujimori.
Lo anterior muestra percepciones, no necesariamente la “verdad electoral”. Pero lo que cree la gente es un hecho relevante en política. No basta, pues, que organismos internacionales declaren que “acá no pasó nada” para concluir que “todo estará bien”. Yuval Noah Hariri enfatiza que todo sistema de colaboración a gran escala requiere que la mayoría de personas crea su narrativa subyacente. Hay, así, una dimensión psicológica de la democracia: tiene que ser confiable. Como he sostenido en un trabajo académico (“La democracia como fideicomiso”, en “Derechos humanos: posibilidades teóricas y desafíos prácticos”/Marisa Iglesias et al. Buenos Aires: Libraria, 2014, pp. 304 y ss.), la democracia es fiduciaria, un encargo de confianza. Los porcentajes citados en el primer párrafo revelan altos niveles de desconfianza.
Se dirá que ellos han sido alimentados por las ‘fake news’ y la narrativa del “fraude en mesa”, que no ha podido aportar pruebas concluyentes de sistemática alteración de resultados. Pero eso es un síntoma, no la causa: como anticiparon Andrea Stiglich y Carlos Ganoza en “El Perú está Calato” (Lima: Planeta, 2015), el deterioro institucional del Perú viene de antes, y ha ido incrementándose de a pocos. Los últimos 5 años son elocuentes. ¿Qué clase de (semi)presidencialismo admite que solo con alcanzar una oposición calificada en el Congreso (2/3) se destituya presidentes? ¿Y qué contrapeso puede suponer que el Ejecutivo interprete por sí y ante sí, sin consultar siquiera previamente al TC, que la cuestión de confianza le ha sido denegada “fácticamente” cuando fue concedida formalmente? Los mecanismos institucionales han sido estirados hasta sus límites, y en el camino se han desanaturalizado. Nuestra institucionalidad democrática, ya de por sí débil, se desmorona de tanta vulnerabilidad.
En economía y ciencias sociales se usa el calificativo “vulnerable” para la clase media que está permanentemente expuesta a dejar de serlo y volver a la pobreza. Similarmente, una democracia vulnerable está siempre al borde de perderse en cualquier momento. Que hayan sonado tambores de golpe y anulación –sin sustento legal– de la elección es muy sintomático y ciertamente repudiable. Pero también lo es que el presunto ganador insista en una irregular Asamblea Constituyente que, por su naturaleza fundacional, implica poner en riesgo de disolución a todos los poderes constituidos y contrapesos al presidente: Congreso, la Defensoría, el TC, independencia del BCR, etc.
Ahora bien, si cambiamos de disciplina, en psicología y management vulnerabilidad significa la capacidad de asumir riesgos emocionales; es una fortaleza, no una debilidad. Podríamos sostener, entonces, que la otra cara de nuestra vulnerabilidad sería tomar riesgos democráticos para evitar precisamente la destrucción de la democracia.
Decía el economista Albert Hirschman, que ante la insatisfacción de sus demandas y expectativas los agentes racionales no solo tienen la opción de buscar otra alternativa (“salida”), como creía su rival académico Mancur Olson, sino también la de alzar su voz para reclamar. “La propensión a salir está determinada por el grado de lealtad a una empresa o estado”, decía. Y si la democracia es fiduciaria, la contrapartida de la confianza es la lealtad. Lo democráticamente leal ante los previsibles desvaríos autoritarios, entonces, será levantar enérgicamente la voz. Cuando un gobierno da señales de radicalismo y propensión a salirse de los cauces institucionales, como sin duda lo viene anunciando el señor Castillo (para no hablar de su némesis Vladimir Cerrón), no se puede pensar solo de tender puentes, porque eso implicaría entregarle en bandeja la concentración del poder. Sin incurrir en la contradicción de convertirnos en lo que afirmamos combatir –pateando el tablero–, lo que corresponde es activar una “paranoia productiva” democrática; esto es, una actitud verdaderamente vigilante –y no solo de la boca para afuera, al estilo de la izquierda “progre”–, exigente con el cumplimiento de los compromisos democráticos y los procesos institucionales. Ahora veremos si la sociedad civil, con sus organizaciones ciudadanas, está verdaderamente comprometida con valores e ideales democráticos, y no solo con confrontar a un lado del espectro político.