

Hace poco, uno de mis mejores amigos, S, me contó por teléfono que llegó a visitar a su madre y la encontró tirada en el suelo de su apartamento. Había perdido la conciencia producto de una isquemia cerebral. «Pensé que estaba muerta», relató S con la voz cuarteada. De pronto, comenzó a llorar. Era un llanto rabioso, contenido, intermitente, un llanto de furia e indignación. Conozco a S desde hace más de treinta años, desde que éramos cachimbos en la universidad y vivíamos felices aunque desorientados. Nunca lo había oído llorar. Lo he visto apenado muchas veces, por decepciones sentimentales o por alguna forma de injusticia, pero jamás lo vi quebrarse. Y no es el clásico chico-duro que se jacta de serlo, al contrario, es un tipo muy sensible, quizá algo orgulloso o necio, que siempre sabía disimular cualquier posible acceso de tristeza. Esta vez no. «Lo más frustrante», me confesó en el teléfono, «fue querer cargarla y no poder moverla un centímetro».
Intentamos cambiar de tema, pero era inútil, tarde o temprano volvíamos al mismo punto: nuestras madres se han vuelto criaturas frágiles y nosotros sentimos pavor ante el menor signo de su deterioro. Hay que decir que ambos somos el primer hijo varón de nuestras madres, y también hay que decir que tenemos alrededor de cincuenta años, y que somos hombres que se ganan la vida con labores creativas (es decir, hombres sin plata); y que somos hombres sin padre, hombres sin habilidad para solucionar crisis, hombres a los que nunca les interesó hacer suyo el mandato de la generación anterior: ser machos protectores, resolutos que actúan sin que les tiembla el pulso. A nosotros sí que nos tiembla, sobre todo cuando se trata de especular con el papel que jugaremos para nuestras madres en los próximos años. ¿Seremos capaces de ayudarlas materialmente para que tengan la vejez digna que todo hijo espera darle a la mujer que lo trajo al mundo?; ¿nos tocará prestarles compañía y apretar las muelas cuando empiecen a olvidarse de quiénes somos?; ¿estaremos a la altura cuando lleguen los días más oscuros, días de clínicas y enfermeras y remedios por doquier?; ¿nos mantendremos unidos a nuestros hermanos o sostendremos agotadoras disputas por no saber ponernos de acuerdo?
En el caso de mi amigo S, hay una condición adicional: es el hijo menor de su familia. Es curioso el caso del último hijo: durante la infancia es una especie de ser privilegiado que goza de la libertad y el consentimiento que los hermanos mayores no experimentaron, pero luego, cuando éstos empiezan a independizarse, a casarse y reproducirse, el hijo menor es quien se queda en casa, y quedarse implica gozar a sus anchas del territorio antes compartido con los otros, pero también implica hacerse responsable –no exclusivo, pero sí principal– de asistir a los padres cuando estos ya no pueden valerse por sí mismos, más aún si son solteros y no tienen descendencia. Es un código social no escrito, pero que se repite con demasiada frecuencia como para pasarlo por alto. Escribo esto y pienso en los hermanos menores de mi padre y de mi madre, el tío R y la tía T, ambos testigos presenciales de los últimos años de sus padres (con una gran diferencia: mi tío R se portó mal con mi abuela paterna, en cambio mi tía T fue solícita con mis abuelos maternos hasta el último día). También pienso en mi hermano menor, que hace unos meses dejó el Cusco para regresar a Lima y acompañar a mi madre. Él, al igual que mi amigo S, no está casado ni tiene intenciones de tener hijos, y tal vez por eso los demás esperamos que asuma el rol que nosotros ya no podemos: el de vigía, compañero y cuidador.
Es un error común de las familias no preparase para la hora de las emergencias, es justamente en las emergencias donde se ve quién es quién, donde las máscaras se deshacen y los nobles brillan en toda su nobleza, y los ingratos asoman en toda su ingratitud.
Espero que la madre de S se recupere pronto. Y si no, espero estar cerca la próxima vez que mi amigo necesite ayuda para cargarla.