Un hombre golpea a otro en la entrega del Óscar y la bofetada resuena en el mundo entero. En segundos las redes sociales se incendian y lo que era un hecho condenable cobra dimensiones inmanejables. En una esquina del Twitter o el TikTok miles de personas defienden a Will Smith por haber puesto en su sitio al anfitrión que se burló de la calvicie de su mujer. En la otra esquina del Facebook o el Instagram se le condena por haberse dejado arrastrar por la violencia. Al sopapo de la gala le siguen enfrentamientos entre los “yo jamás hubiera hecho eso” y los “yo le hubiera pegado más fuerte”.
Sentar una posición no tiene nada de malo, lo que resulta perturbador de casos como este es que al viralizarse se cae en la condena fácil y en el juicio de valor chavetero. En lugar de tratar de comprender qué pasó con dos individuos talentosos y adultos que protagonizaron un hecho tan vergonzante, nos sumimos en un griterío, cada vez más alto y atarantador, que nos regresa a una justicia de hordas.
Y eso nos está envileciendo, porque en el fondo a nadie le importa determinar si Smith es culpable o inocente, lo que nos obsesiona es usar la falta ajena para soltar una máxima que nos posicione en esta nueva sociedad de seres opinantes e invisibles. Así, el machito busca bronca encuentra en el puñete un símbolo que lo representa y del cual se cuelga para justificar su violencia; el guardián de la corrección tiene excusa para levantar el dedo acusador y dejar en claro que jamás se dejaría arrastrar por la violencia, el intelectual con aires de superioridad hará un recuento de la vida banal de los famosos y declarará que son gente inferior. Y así nos vamos llenando de “yo nunca”, “tú siempre”, “me parece inadmisible” hasta el próximo drama viral.
¿De qué nos perdemos cuando reducimos el episodio de la cachetada a memes, tatuajes de moda, criptomonedas alusivas al percance, máximas condenatorias de 240 caracteres? Estamos dejando de lado la posibilidad de sancionar para reparar, estamos perdiendo la posibilidad de aprender algo de nosotros mismos. Según Durkheim, una de las funciones de la sanción es resarcir el daño que el delito cometido ha generado a la moral colectiva. Se castiga al culpable para restablecer los valores ofendidos y devolverle a la sociedad una sensación de justicia y armonía. Pero ¿nos permite acaso el griterío evaluar siquiera cuáles fueron los valores ofendidos, o será que solo queremos la cabeza de Will Smith sobre una pica?
La bofetada de Will Smith es un acto violento e inadmisible que nos debería obligar a pensar en el machismo, la falta de control, los excesos. La broma de Chris Rock también nos tendría que interpelar sobre los límites del humor y el daño que puede causar una agresión psicológica. Hay otras aristas que no resultan tan obvias como la señalada por el basquetbolista Kareen Abdul-Jabbar, que en un maravilloso artículo llama la atención sobre el estigma que significa para la comunidad afroamericana que dos negros se agarren a golpes en un escenario. Tenemos mucho más que discutir ante un acto que no es un ejemplo de nada ni tampoco algo tan ajeno que no nos pueda ocurrir en algún momento trágico de nuestras vidas.
A Will Smith lo podrán llenar de insultos y condenar al ostracismo sin que eso resuelva ninguno de los problemas representados en ese manazo que subsisten en nuestra sociedad. Smith es, finalmente, un ser humano que a juzgar por su arrepentimiento le quedó clarísimo que la agresión física no conduce a nada. Los que lo ensalzan o lo condenan, en cambio, ni cuenta se han dado de la violencia a veces explícita, a veces contenida que hay en sus discursos.