Bryan Huamanlazo Cusipuma (19) iba al estadio a ver jugar a la “U” desde que era niño.
Con educación secundaria trunca y precarios empleos diversos, encontraba en el fútbol una actividad que le permitía hacer amigos entre peleas callejeras y ser parte de un grupo de aficionados con violento gusto por el vandalismo.
Lamentablemente, Bryan murió de un balazo en el pecho, el domingo pasado, en medio de una trifulca interna de la Trinchera Norte, grupo al que pertenecía, y que estaba siendo anunciada vía redes sociales con días de anticipación.
Como Bryan, son miles los adolescentes de Lima de economía crítica y destinos inciertos que se unen a las barras bravas para “disfrutar”, a su manera, del espectáculo deportivo. Ellos se organizan en camarillas de barrio –como La Tropa de Canto Grande, grupo de Huamanlazo– con las cuales también llevan a cabo una serie de actividades de criminalidad inicial bajo el pretexto de “amor por su equipo”.
Entre estas actividades está el llamado “guerreo” callejero contra hinchas de otros clubes, y el dejar a su paso marcas de presencia y prepotencia sobre sus rutas de dominio –como lunas rotas, destrucción de patrimonio, o robos a vecinos– con el fin de transmitir imágenes de caos y un clima de pánico que imponen por la fuerza.
Semejante turba social no ha sido extraña a los clubes más populares y algunos de estos desplegaron una suerte de estrategia de fidelización, dándole entradas a los grupos barriales para asegurar su presencia en los partidos. Entre ellos ha sido la “U” la señalada como uno de las que con mayor empeño ha empleado, pese a las condenas, esta práctica, motivando entre sus fanáticos encarnizadas pugnas por el control de los tickets.
Lo que vimos la tarde del domingo en el Estadio Monumental fue una muestra de esta tensión: grupos de los conos este y oeste se enfrentaron al grupo central por el manejo de este recurso, que no solo les da ingresos –las cerca de 1.800 entradas se revenden a 3, 4 y 5 soles– sino que establece redes de solidaridad violenta conformando un poder paralelo de coerción y fuerza de choque al servicio de las directivas.
A estas alturas, cabe preguntarse en qué momento un deporte tan noble y de tan popular tradición se fue al trasto con todo esto, y cómo así las instituciones involucradas en su marcha lo permitieron.
La respuesta es directa: fue en el momento en el que los clubes organizadores del juego impusieron un modelo de espectáculo que promueve el aliento violento, y excluye a los niños y las familias. A sus dirigencias tenemos que pedirle cuentas por esto.
También los encargados de la seguridad ciudadana nos deben explicaciones. Son ellos los que no están desplegando una mínima inteligencia y ni mapeando, perfil por perfil, a los pocos cientos de sujetos problemáticos que tendrían que estar neutralizados.
Con entradas de cortesía auditadas transparentemente, con nombre propio, el fútbol profesional en el Perú puede ser otro. Hay que saber asignarlas al aficionado correcto.