

Es miércoles y, como tantas otras madrugadas, me levanto como un zombi para ver jugar a la U. Son las dos en punto cuando enciendo el ordenador. La luz de la pantalla ilumina la oscuridad del departamento. Mi esposa y mis hijas duermen, así que debo caminar en puntillas por el pasillo cada vez que vaya a la cocina a destapar una cerveza y rellenar el plato de papitas. Veo el calentamiento de ambos equipos. Qué ilusión estar en el estadio, pienso cada vez que la cámara enfoca en primer plano a algunos de los miles de hinchas apostados en las tribunas del Monumental. ¿Gritarán algún gol?, ¿cuál será el estado de ánimo de todas esas personas dentro de dos horas?, ¿se irán a casa renegando por una derrota merecida, frustrados por un empate amargo, o desbordados por la felicidad sin nombre de haberle ganado al legendario River Plate?
Me gustan las antesalas del fútbol, porque están llenas de especulaciones, de apuestas, de pálpitos. Todos los resultados son posibles, incluido el más favorable. Además es el momento de las cábalas, porque esa ansiedad producida por lo incierto solo puede atenuarse con rituales supersticiosos. Por eso algunos hinchas intentan condicionar al destino haciendo promesas anticipadas si su equipo gana (desde afeitarse la cabeza hasta llamar a la ex novia para pedirle perdón); otros, más cautos, esconden talismanes en los bolsillos del pantalón (una foto de la madre, un llavero significativo, cualquier objeto supuestamente imantado por la energía de la buena suerte); y hay algunos que repiten la misma vestimenta como si eso fuera a influir en el resultado (en la universidad conocí a un fanático de la U que siempre iba al estadio con el mismo calzoncillo y las mismas medias, incluso si a la U le tocaba jugar dos veces por semana).
Los jugadores salen a la cancha de manera oficial. Varios se persignan, miran al cielo, parecen encomendarse a algún santo y solicitar ayuda divina. ¿Qué equipo rezará con más convicción?, me pregunto siempre. Porque si hay un Dios que conoce de antemano el resultado del partido, pienso que solo modificaría su plan original si alguna de esas plegarias logra conmoverlo.
El partido empieza y rápidamente se ve que Dios es argentino; al parecer, las oraciones de los dirigidos por Marcelo Gallardo resultaron más
persuasivas que las de los hombres de Fabián Bustos. Aunque no, esto es fútbol, este no es el territorio de la fe, sino del talento, de la capacidad, de tener correctamente alineadas las piernas y la mente. Bebo mi cerveza a grandes sorbos para que no duela tanto el tango de salón que River le mete al equipo de mis amores. Hay por lo menos veinte minutos que son humillantes, de un derroche de superioridad casi pornográfico, un abuso estético que duele más que una mentada de madre. Los volantes de River parecen los del equipo Nintendo, mientras los de la U me recuerdan a los palitroques sin tornillo del fulbito de mano oxidado del colegio. El marcador dice 1-0, pero en el corazón la diferencia es por tres, cuatro, hasta cinco goles.
Al cabo del primer tiempo considero muy seriamente irme a dormir. Esto acabará en goleada y mañana (es decir, dentro de unas horas) tengo que llevar a mi hija al colegio, pienso. Luego me arrepiento. Apagar la computadora sería como irme del estadio antes del fin del partido, una cabronada, una deserción en toda regla.
Lo que hago entonces es abrir una segunda cerveza y ver el complemento, esperando que Dios se apiade de nosotros. Si hay que rezar un padrenuestro, entonces recemos, me digo, con ese catolicismo convenido que solo surge cuando subo a un avión…y cuando la U necesita una mano.
El partido se reinicia y, al parecer, Dios me ha escuchado. La U es otra. La U ahora pelea, corre, marca, incluso, en un rapto de rebeldía, hasta patea al arco rival (en los primeros cuarentaicinco minutos el portero, Franco Armani, podría haberse sentado y leído tres cuentos de un tirón).
Poco a poco, sin embargo, el ímpetu decae, River vuelve a dominar y Dios me recuerda que hay milagros que, incluso para él, son imposibles.
Regreso a mi cama como un alma en pena, jurando que no volveré a hacer estos sacrificios por algo tan absurdo como seguir a un equipo de fútbol peruano. Pero ya ven, hoy es sábado, el clásico se disputará en la madrugada de España, y ya tengo fija la alarma, las cervezas sudando hielo en el congelador y la bolsa de papas semiabierta en la despensa. Esta vez, además, tendré a la mano un rosario; nunca se sabe cuándo Dios va a escucharte.