Los recientes enfrentamientos con nuestro vecino del sur en torno a quién tiene el derecho de llamar “pisco” al licor producido de la destilación de las uvas fermentadas, nos sirven para comprender de qué forma, a veces caprichosa pero siempre ilustrativa, se van formando las tradiciones nacionales. A las que luego se aludirá como resultado de un pasado inmemorial, a pesar de que habitualmente son el producto de historias más bien recientes y donde la política ha metido su mano.
Compulsando los documentos coloniales e incluso los republicanos del siglo XIX, no se encuentra la palabra “pisco”, salvo para referirse al puerto de ese nombre. Claro que se fabricaba el licor al que hoy llamamos pisco, pero se le conocía como aguardiente de uva o se hablaba, casi siempre en paquete, de “vinos y aguardientes” que, a lomo de mula, subían de las costas de Ica, Moquegua y Tacna a los centros mineros de Huancavelica, Oruro y Potosí.
El historiador Lorenzo Huertas dio con un testamento de 1613 en el que el testador se refiere a unas “botixuelas de la dicha aguardiente” y al instrumental para su fabricación, como “una caldera grande de cobre de sacar aguardiente con su tapa e cañón”, que sería la referencia más temprana del pisco. Pero su colega Manuel Zanutelli Rosas, luego de una intensa búsqueda, dio con una sola mención (del cronista López de Caravantes) de la era colonial al “llamado aguardiente Pisco”.
Al pisco se le llamaba, pues, aguardiente, diferenciándose el de uva del de caña. Desde 1777 comenzó la práctica de hacer de su consumo un asidero fiscal. Los borbones le clavaron un impuesto de 12,5%, bastante fuerte para esos tiempos en que los Túpac Amaru se declaraban en rebelión porque la alcabala había trepado ¡al 6%! Como la costumbre de hacer pagar gravámenes a los bebedores persistió, en la documentación fiscal pueden hallarse abundantes referencias a los aguardientes.
Después de la independencia, los hombres blancos y mestizos lo fueron adoptando como una bebida característica de la tierra. En la tradicional colación que las familias de alcurnia tomaban a media mañana (el así llamado “once”), la bebida habitual era el pisco o “piscolabis”, como anotaron Manuel Atanasio Fuentes y Ricardo Palma, dos escritores emblemáticos de lo criollo en el Perú.
Hacia 1900, Palma incluyó el pisco entre los peruanismos que debían incorporarse a la lengua española. La discusión por entonces era si el nombre devenía del puerto por el que principalmente (aunque no el único) se le embarcaba o si provenía de las botijas en que se le acomodaba para su transporte. El viajero suizo Juan Jacobo von Tschudi, quien recorrió el Perú entre 1838 y 1842, diferenció el “aguardiente de Pisco” del “aguardiente Italia”, hecho también de uva, pero que su paladar encontró de sabor más refinado.
Será recién en la coyuntura de emoción nacionalista de la celebración de los centenarios de la jura de la independencia en Lima y la batalla de Ayacucho, bajo el Oncenio de Leguía, que los productores de diversos lugares de la costa sur, como Ica y Arequipa, empezaron a llamar “pisco” al aguardiente de uva, anotando esa denominación en las etiquetas que prendían a las botellas. Poco después, en 1932, el gobierno del comandante Sánchez Cerro estableció la obligatoriedad de que en las ceremonias hechas en el Palacio de Gobierno, prefecturas y palacios municipales “solo se escancien vinos y licores nacionales”, con la sola excepción de la champaña, hasta que la industria nacional lograse su producción. A la recién creada Contraloría General de la República se le ordenó desaprobar la contabilidad de las entidades públicas en la que se consignara la compra de vinos y licores extranjeros.
En la década siguiente se reservó la denominación de lugar de producción –por ejemplo Pisco Puro de Ica o Aguardiente Puro de Majes– a los aguardientes de uva. La disposición iba dirigida contra el pariente pobre de los aguardientes, que era el de caña, mucho más barato que el de uva y, por lo mismo, consumido sobre todo por la población indígena. En 1963 se exoneró al pisco del impuesto a las bebidas alcohólicas.
Aunque el consumo de licor en el Perú debe remontarse muchos siglos atrás, hubo una época, situada entre los mediados de los siglos XIX y XX, en que el alcoholismo fue quizás el problema social número uno del país. Pero del vicio hicimos virtud tras la infausta Guerra del Pacífico. Cuando nuestros actuales rivales del pisco nos dejaron sin guano ni salitre, el Estado no tenía dónde volver los ojos para ajuntar unos magros ingresos con que sostener nuestra peruanidad. La salvación fue el impuesto a los alcoholes, que permitió atender el pago de la deuda interna y se convirtió después en la piedra angular de un sistema fiscal basado en los impuestos al consumo. La afición al alcohol fue así tanto nuestra tabla de salvación, cuanto el muro de nuestros lamentos.
Por entonces, la bebida que más se consumía y producía en los pueblos de nuestro querido Perú no era el hoy peruanísimo pisco, sino el humilde y negado aguardiente de caña. Eran como las dos hermanas de los cuentos infantiles: una engreída y pretenciosa, a la que se lucía con orgullo, y la otra humilde y sumisa, a la que se encargaban las labores domésticas. Sin embargo, el consumo que sostuvo el tesoro fiscal hasta que los precios de nuestras exportaciones se recuperaron y pudimos gravar las ganancias de las empresas exportadoras fue principalmente el del aguardiente de caña.
El Perú es un país donde las hondas diferencias sociales hacen que todo cobre un color racial. No es una sorpresa que haya pasado con los licores y que tengamos hoy un licor de bandera, por cuyo nombre un poco más y nos vamos a la guerra, debajo del cual asoma otro brebaje, como un hijo negado al que retaceamos todo orgullo y toda gloria a pesar de su mayoritaria presencia.