¡Vaya tiempos para la religión! Ha sobrevivido a los embates de la modernidad y de la racionalidad científica. Lo vemos en nuestra ciudad cuando cada cine de barrio ha sido convertido en un templo o cuando grupos organizados de creyentes buscan impactar en las políticas educativas relacionadas con el enfoque de género. También apreciamos una crisis importante en la institución que, tildada de conservadora, se ha visto envuelta en escándalos sexuales que no han pasado inadvertidos por una población que suele declararse masivamente como “católica no practicante”. La religión no pasa por su mejor momento, pero existe con un vigor y con una serie de contradicciones que nos lleva a preguntar: ¿Qué es y cuál es su función? Es un tema apasionante y pienso que, para variar, el arte es la vía que mejor nos puede ayudar a responder esta pregunta.
Zhao Nanxing fue un político chino que vivió entre los años 1550 y 1627. Es recordado por haber escrito una deslumbrante fábula que nos llevará por el camino de entender la religión y el impacto que tiene en nuestra vida diaria:
Junto a un camino que conducía a la aldea había una imagen de madera, colocada en un pequeño templo. Un caminante que se vio detenido por un riachuelo, tomó la estatua del dios, la tendió de lado a lado y atravesó el riachuelo sin mojarse. Un momento después pasó otro hombre por ahí y tuvo piedad del dios; lo levantó y volvió a colocarlo sobre su pedestal. Pero la estatua le reprochó el no haberle ofrendado incienso y en castigo le envió un severo dolor de cabeza. El juez de los infiernos y los espíritus que estaban en ese templo le preguntaron respetuosamente: – Señor, el hombre que lo pisoteó para atravesar el riachuelo no recibió castigo y en cambio al que lo levantó usted le proporcionó un fuerte dolor de cabeza. ¿Por qué? – ¡Ah! Acaso no saben ustedes –contestó la divinidad–, ¡que hay castigo solo para los buenos!
Por casi cinco siglos se ha intentado explicar el significado de esta narración. Hay quienes encuentran en Zhao a un precursor temprano en la idea de la consciencia moral que nos rige, otros un pesimismo en ver que los malvados se salen con la suya, y hay quienes han interpretado que el castigo puede ser, a la larga, un premio aleccionador.
Que el autor se haya cuidado de no ponerle nombre a la divinidad nos ayudará a explicar de manera antropológica qué es la religión y cuál es su función en la sociedad. Antes de comenzar, quisiera decir que la religión aquí la entendemos como un camino institucionalizado que busca la conexión entre el ser humano y lo que considera sagrado. Este espacio institucional con jerarquía e ideologías ha servido como receptáculo de respuestas que buscamos casi desde el inicio de nuestra existencia como especie: ¿A dónde vamos cuando morimos? ¿Qué nos depara el futuro? ¿Qué es lo correcto? ¿Cuál es el sentido de la vida?
Entendemos como sagrado aquello que es percibido como separado de este mundo (y que generalmente es asociado a una entidad superior). Así, la estatua de madera del dios tenía una conexión con la dimensión sagrada (con el dios que representaba) y, seguramente, con un universo donde convivía con otros dioses. Imagínense dos tipos de espacios, uno profano (donde vivimos los mortales) y otro sagrado. Las intersecciones de estos dos lugares dan lugar a un tercer espacio que puede tener la forma de un cementerio, un templo o un sitio de peregrinación.
Durante milenios la religión ha dado un esquema de pensamiento que determina lo bueno y lo malo, y con ello se ha constituido en uno de los más eficientes medios de control social. Por lo mismo, la religión ha sido una fuente de formación de grupos bastante sólidos que –de forma colectiva o individual– encuentran en ella no solo respuestas sino seguridad emocional. Esta necesidad se materializa en estudiantes que rezan antes de un examen, en nativos que ofrendan a los dioses antes de un viaje o en la frase de Derek Rabelo, un corredor de tabla brasileño a quien la ceguera no le ha impedido llegar a ser profesional: “Cuando alguien me avisa sobre la proximidad de una ola, solo espero a sentirla y luego la corro junto a Dios”.
Habiendo dicho esto, es importante subrayar que históricamente ningún profeta o avatar que predicó e hizo milagros en el mundo fundó ninguna religión. Generalmente han sido los seguidores quienes institucionalizan el mensaje y lo convierten en un sistema ideológico y ritual.
Nuevamente volvamos al ejemplo de Zhao. La pluralidad de interpretaciones sobre su cuento es importante: nunca sabremos cuál era la del autor (su fábula tiene vida propia y somos libres de interpretarla de forma distinta a como él la pensó). Y ocurre algo parecido con las imágenes religiosas que son creadas nuevamente de forma independiente a las que los profetas y avatares buscaron inspirar. Y es que no necesariamente evocan un mensaje sino proyectan los ideales de las sociedades de cada época.
El problema empieza cuando los mensajes (que fueron predicados hace siglos por personas bastante sencillas y amorosas) dan lugar a instituciones bastante burocratizadas. Y nosotros sabemos bien el problema de la burocratización (tan común en los servicios estatales del país): nos aleja del jefe.
Esto empeora cuando la burocracia se apoya más en la tradición que en el mensaje y promueve valores que aparecen como conservadores y ajenos a las nuevas perspectivas de inclusión y aceptación de la diversidad. Peor aun cuando las iglesias se hacen del monopolio de la salvación y predican a partir del miedo.
En el caso del cristianismo, por ejemplo, Jesús habló incluso de amar al enemigo y no temer, estando los judíos en plena invasión romana, cambiando perspectivas, generando sorpresa en su época y enfatizando en el sentimiento bueno hacia el otro. Cada vez más en mi trabajo de investigación, las personas me responden que están de acuerdo con Dios, pero no con las autoridades eclesiales o con la Iglesia misma. La autora de ciencia ficción Anni Potts sintetizó este sentir en una frase: “No tengo problema con Dios, pero su club de fans me asusta”.
Yo me siento parte del club de fans pero también creo que la institución debe hacer igual que Jesús (es decir, caminar un poco más y sentir el sentir para no convertirse en piedra).Hay una tradición común en los mitos andinos y en la Biblia, y es que cuando hay un cambio en nuestro entorno el mirar atrás nos puede convertir en estatua de sal o de piedra. Creo que es una forma de entender que aferrarnos al pasado –y en este caso a los valores de una sociedad muy conservadora– puede inmovilizarnos ante los cambios que son necesarios y a la misión de amar a todos sin distinción ni condiciones, como nos enseñó Dios cuando caminó por aquí.