Hace unas décadas, la periodista Sally Bowen le preguntó al entonces presidente Fujimori a qué personaje de nuestra historia admiraba. Este se quedó pensativo y, al final, respondió con contundencia: “¡A ninguno!”.
Para él, todo lo que había transcurrido antes no merecía la pena, no había nada que reivindicar en nuestra historia.
El complejo de Adán también anida en este Gobierno, sobre todo en los más radicales y fanatizados. En la variante actual se sostiene que “el pueblo” nunca fue objeto de las preocupaciones de los gobernantes; que ahora lo es y, por ello, todo va a mejorar. Presumo que las cachetadas que les ha dado la realidad en tan pocas semanas pueden empezar a abrirles los ojos y a desechar tanta vanidad.
Nuestros 200 años de independencia han sido, por supuesto, el escenario de muchas injusticias, frustraciones y fracasos, pero también el Perú ha sido testigo del esfuerzo de muchos por hacer las cosas bien; en algunos ámbitos, con logros a no desdeñar.
A la gestión de la educación pública se le aplica este aserto. Siendo la herramienta más importante para proveer igualdad de oportunidades, lo conseguido hasta ahora es insuficiente y, por ello, es objeto de justificada crítica.
Lo que excede toda justificación son los razonamientos del extremismo izquierdista que atribuye las deficiencias de la educación pública a un deliberado intento por mantener al pueblo en la ignorancia para explotarlo. La historia es mucho más rica y compleja que semejante maniqueísmo.
Así, por ejemplo, hemos tenido destacadísimos personajes que se han hecho cargo de la gestión de la educación. En los periodos democráticos del siglo XX, peruanos de gran valía estuvieron a cargo del Ministerio de Educación. Mencionemos a Luis Valcárcel, Jorge Basadre, Honorio Delgado, Emilio Romero, Francisco Miró Quesada Cantuarias, Carlos Cueto Fernandini, Augusto Tamayo Vargas y Valentín Paniagua.
El logro más importante en el siglo pasado fue, sin duda, la gratuidad y universalización de la primaria y secundaria, que a muchos les abrió las puertas de las universidades públicas, siendo no pocas de ellas de gran calidad.
Como suele suceder en países pobres como el nuestro, la masificación de la educación no vino acompañada de la formación de suficientes buenos maestros y de infraestructura adecuada.
En las dos últimas décadas del siglo pasado, marcadas por el terrorismo, el descalabro económico y la corrupción, el país retrocedió décadas en todo, incluida en su educación.
En el siglo XXI, sucesivos gobiernos han ensayado mejoras. Algo se consiguió con Toledo al subir las remuneraciones a los maestros, pero estas siguen aún muy rezagadas. Con García, empezaron los nombramientos por concurso, buscando evitar el favor político.
En el Gobierno de Humala –desde el 2013 y con Jaime Saavedra– comenzó un ciclo de ministros que promovieron con mayor énfasis la meritocracia y la calidad educativa. PPK mantuvo en el 2016 a Saavedra y, luego de que el fujimorismo lo engullera, le dio continuidad con Marilú Martens. Ya con Vizcarra, se avanzó en la misma línea con Daniel Alfaro, Flor Pablo y Martín Benavides. Lo mismo con Ricardo Cuenca, cuando Sagasti.
Todos ellos llegaron por méritos profesionales y no como favores políticos.
El Ministerio de Educación no nació ayer, sino con la República. Hay mucho hecho y mucho más todavía por mejorar ahora, si se hace un buen uso de los crecientes recursos que se le otorga. Por lejos, el más grande de todos los presupuestos.
En ese sentido, debiera ser de extrema preocupación que a la cabeza de un sector tan importante esté ahora un ministro de esa izquierda dogmática que no entiende que las ideas de otros aportan y que hay que construir sobre la base del diálogo entre diferentes visiones.
Que el ministro esté en el cargo por presión del Fenatep (que cuenta con nutrida presencia de gentes del Movadef) y que el objetivo sea usar el ministerio para hacerse fuertes en su pelea contra el Sutep no es un buen augurio.
Mucho peor aun, si tomamos en cuenta que, desde el Fenatep, se está gestando el Partido Magisterial y Popular, un partido político al servicio del poder de turno. Usar el ministerio para estos objetivos es de lo más bajo que se ha visto en nuestra política.