Hay que exigir el fin de la costosísima y fracasada política de criminalización de las drogas. Motivos sobran desde hace mucho. Pero si hacía falta uno que fuera suficientemente poderoso, sucedió hace dos meses, en el municipio de Iguala, en México, donde las autoridades políticas y policiales resultaron tan indiferenciables del narcotráfico y de sus métodos que se encargaron de manera conjunta de la desaparición de 43 aspirantes a profesores de primaria.
Si ver a la política tomada por la mafia y a la educación convertida en sentencia de muerte no nos hace reaccionar, quizá debamos proponer la abolición de las elecciones y admitir que los cárteles designen directamente a nuestros líderes políticos. Porque si algo ha quedado demostrado, es que la criminalización de las drogas no conduce a una disminución efectiva de la producción, el tráfico ni el consumo de las mismas, sino más bien al incremento del número de presos, de la cantidad de asesinatos y de la corrupción; es decir, al propio crecimiento del crimen; a la criminalización de la sociedad misma.
Por eso, las importantes propuestas del presidente mexicano, con reformas a las fuerzas policiales y medidas para brindar mayor transparencia y erradicar la corrupción, son garantía de la más absoluta irrelevancia. Tanta, que el eco de quienes exigen su renuncia podría tornarse ensordecedor. El camino a seguir, y cada vez es más absurdo postergarlo, es el de la legalización de las drogas. No de la marihuana solamente, como ya viene ocurriendo en algunos de los estados de la unión americana y en Uruguay, sino de todas las drogas. Se trata de un camino que no debería asustarnos, por múltiples razones.
Para comenzar, porque lo que de verdad da miedo es la situación actual, que es fruto de la criminalización. En segundo lugar, porque, si lo que nos preocupa son los efectos nocivos en la salud de las personas, sabemos que la prohibición no disminuye el consumo, así como la legalización, a la larga, no tendría por qué incrementarlo (el caso de Portugal, que desde el año 2001 despenalizó el consumo, aunque no el tráfico, así lo indica). En tercer lugar, porque legalizar no significa desregular, y sabemos ya lo que es convivir con un mercado regulado de drogas tan dañinas y adictivas como el alcohol y el tabaco. En cuarto lugar, porque la legalización sometería a productores y comercializadores a las responsabilidades de un mercado regulado. Y, por último, porque, además de permitir el ahorro de los recursos destinados a una guerra perdida, significaría mayores ingresos para el Estado, por los impuestos que recaudaría.
La legalización de las drogas no va a terminar con la corrupción ni nos va a convertir en un país desarrollado. Pero nos liberaría de un poderoso enemigo como el narcotráfico, que podría acabar con nuestros intentos de construir una sociedad democrática, y que nunca podremos vencer de otra manera.