El cobarde asesinato de cuatro líderes asháninkas a manos de madereros ilegales pone sobre el tapete cómo el Estado ha tirado la toalla ante la mafia de tala ilegal, hoy íntimamente ligada al narcotráfico, como lo señalan diversos informes y estudios. Ayer el suplemento El Dominical de este Diario ahondó sobre el tema y rindió merecido homenaje a los cuatro mártires.
El gobierno tiene que retomar las riendas para que la institucionalidad de nuestro país no siga siendo socavada por las mafias informales ni algunas ONG, que desalientan la inversión con la falacia de proteger al bosque y a las comunidades indígenas, mientras llenan sus arcas con dinero de fuentes extranjeras (cuyo origen nadie se atreve a investigar ni a fiscalizar). Estamos cayendo a un punto de “institucionalidad cero”, que pasará la factura al próximo gobierno y a varios más.
La muerte de cuatro peruanos, defensores reales de la selva del depredador narcotráfico y la tala ilegal, demuestra la ausencia del Estado en lugares altamente críticos, como zonas de frontera amazónica. Muestran también la hipocresía de ONG antiinversión, altamente politizadas y financiadas desde fuera para satanizar a las empresas formales que operan en nuestra selva, sean energéticas, forestales o de grandes emprendimientos agrícolas. Esas empresas formales –recordemos– son las únicas a las que las poblaciones indígenas recurren en caso de emergencia o para recibir servicios de salud y educación que el Estado es incapaz de brindar.
Cuando se viaja por nuestro país, llama la atención que hasta en el más perdido poblado andino o amazónico se encuentren gaseosas, agua embotellada y cervezas. La empresa privada ha sido capaz de desarrollar una eficiente logística para la distribución de sus productos, mientras el Estado no sabe por dónde empezar. Y lo peor es que ni siquiera se le ocurre establecer alianzas sólidas con esas redes de distribución privadas para que las medicinas y otros productos vitales estén disponibles, a tiempo.
Son las mismas empresas extractivas, formales y con un aparato de contingencia y prevención propio, las que evacúan a indígenas ante una emergencia médica. Salvaguardando la vida ante la ausencia del Estado, la empresa privada construye, los ilegales destruyen y dejan desolación y muerte.
Bien haría el presidente Ollanta Humala en descuartizar a machetazos las ramificaciones de esas mafias destructoras de la institucionalidad. Debería poner coto a las ONG antiinversión –como homenaje a los cuatro mártires de Masisea– para que el dinero llegue a manos de quienes en realidad son los guardianes de nuestros recursos y a las mismas comunidades, obviando a los intermediarios. Vaticinamos con lástima que los caídos no serán los últimos en sumarse a la luctuosa lista de defensores de la biodiversidad, sea a manos de los terroristas o de la creciente mafia de la minería ilegal y los narcomadereros. A esos hay que caerles con toda la fuerza de la ley y del Estado.
No puede tolerarse, además, el ataque contra los privados ahora que a las ONG –que se jactan de defender los derechos indígenas– se les ha caído la careta. ¿Por qué no protegieron a Edwin Chota y a sus compañeros? ¿Por qué no denuncian a las mafias ilegales y ponen de carne de cañón a los más vulnerables?
Aquí si no se hace algo pronto, imperará la ley de la selva.