“El ayer no podrá vivir de nuevo…Lo que es verdaderamente nuestro es el día que empieza”, señaló José Emilio Pacheco, a quien descubrí hace más de treinta años mientras completaba mi doctorado en San Diego, California. Ahí llegué con mis dos hijos en el nefasto 1989, cuando más de un millón de compatriotas salieron huyendo de la crisis terminal que puso en riesgo la existencia misma de la república, además de la vida de los valientes que enfrentaron el terror impuesto por Sendero Luminoso. Hace algunos días –y a casi cuarenta años del surgimiento de uno de los movimientos más sanguinarios de la historia mundial–, tuve el honor de presentar en el Instituto de Estudios Peruanos, “Ríos de Sangre: Auge y caída de Sendero Luminoso”. Escrito a cuatro manos, dos cerebros y dos corazones, el libro de Orin Starn y Miguel La Serna retrata, con una pluma ágil e infinidad de fuentes primarias, uno de los episodios más amargos de una historia que muchos prefieren olvidar. El recuerdo que nos llevamos, que estuvo hecho del sonido de las bombas, el olor al kerosene de los lamparines, las imágenes de las matanzas indiscriminadas de miles de inocentes y la historia de mi sobrino pequeño, cuyo cuerpo fue cubierto íntegramente de vidrios cuando explotó una bomba mientras dormía, quedó fijado por siempre en nuestras mentes y corazones.
La obra de Pacheco –ensayista, crítico literario, editor, animador cultural, articulista, pero, por sobre todo, poeta del rigor y la simplicidad–, llegó en un momento oscuro de mi vida, cuando contaba los días para hablar, una vez a la semana, con mis padres en esa lejana galaxia pre-Internet. El hijo del general de la Revolución Mexicana, que optó por estudiar Derecho luego de ser dado de baja por negarse a ejecutar a un compañero de armas, emergió en una zona de contacto (la ciudad fronteriza de San Diego) para recordarme una serie de temas siempre vigentes por su universalidad. La muerte omnipresente, el tiempo que todo lo corroe, la patria cotidiana y la vida humana librada a los azares del destino. “Definir a Pacheco es definir el lenguaje entero”, señala uno de los estudiosos de un polígrafo, quien tradujo a T.S. Elliot, Samuel Beckett, Tennessee Williams, Albert Einstein, entre otros más. Escribiendo, además, sobre cuestiones éticas y existenciales sin eludir el día a día de su amado México. Con ternura y modestia, pero sin un ápice de nostalgia, el miembro, junto con Carlos Monsivais y Sergio Pitol, de la Generación del Medio Siglo XX dio cuenta de las vicisitudes de nuestra frágil, aunque soberbia especie, quien parece no comprender sus limitaciones y mucho menos la voracidad de Cronos que se lleva todo por delante. “Cada poema de Pacheco es un homenaje al no, al tiempo que para él es agente de destrucción universal y a la historia que es un paisaje en ruinas”, señaló el gran Octavio Paz.
“El amor es una enfermedad en un mundo donde lo natural es el odio”, proclamó, por otro lado, el autor de “Los elementos de la noche”. Pacheco sabía perfectamente de lo que estaba hablando porque creció en un México, que tal como el caso del Perú, optó por la corrupción, la violencia y la disputa brutal por el poder. En ese mundo feroz, el poeta encontró un espacio para rescatar una idea que me inspiró en mi trabajo sobre el republicanismo. Las llamadas “apropiaciones culturales” son actos creativos que convierten elementos ajenos en propios por la reflexión activa y con el código personal de quienes universalizan conceptos. Eso ocurrió con la brillante generación de pensadores que fundaron nuestra república en medio de la peste y la guerra. Hoy, que la muerte y la incertidumbre nos acechan, he vuelto a Pacheco, en especial a sus geniales poemas “Garabato” y “La Flecha”. “Escribir es vivir en cierto modo y, sin embargo, todo en su pena infinita nos conduce a intuir que la vida jamás estará escrita.” Sin embargo, y cual Sísifo camusiano, el bardo se valdrá de las palabras para dotar de sentido al absurdo. “No importa que la flecha no alcance el blanco, mejor así…pues lo importante es el vuelo, trayectoria e impulso, el tramo del aire recorrido en su ascenso, la oscuridad que desaloja al clavarse vibrante en la extensión de la nada”.