Del 25 al 27 de julio de 1872, Lima vivió el dramático final de una campaña electoral signada por la violencia. Durante doce meses todo el Perú se vio conmovido por la lucha a muerte por el sillón presidencial. El combate político, entre Manuel Pardo y el candidato del oficialismo, culminó en la capital de la República con el asesinato del presidente José Balta y el ajusticiamiento popular de sus verdugos, los hermanos Gutiérrez.
Convertidos en la guardia pretoriana de un militarismo en crisis terminal, los Gutiérrez decidieron dar un golpe de Estado e incluso ejecutar un magnicidio. La respuesta popular no tardó. El primero en caer fue Tomás, ministro de Guerra y encargado de reprimir a la oposición. El funcionario fue sacado a golpes de su escondite por una turba enfurecida, que lo asesinó a balazos antes de arrastrar su cuerpo acuchillado a la Plaza de Armas.
El cuerpo de Tomás Gutiérrez fue colgado de un farol frente al portal de Escribanos. La muchedumbre que también asesinó brutalmente a su hermano Silvestre sacó el cadáver de este de la iglesia de los Huérfanos y lo arrastró hasta llevarlo a la Plaza de Armas, donde se le colgó de otro farol. Mientras la cacería contra los otros dos Gutiérrez –Marcelino y Marceliano– proseguía, las casas de los antiguos arrieros de Majes fueron incendiadas y reducidas a escombros. Al amanecer del 27 de julio, los cuerpos de Tomás y Silvestre –desnudos y cubiertos de heridas de arma blanca– aparecieron colgados de las torres de la catedral. Tras el espectáculo de horror –nunca antes visto en la historia peruana– se soltaron las sogas que sostenían a los coroneles y estos cayeron estrepitosamente al piso. En ese momento, la turba decidió armar una gran hoguera, donde fueron arrojados al fuego los cadáveres de dos de los hombres más poderosos de la administración Balta.
En esta semana en la que se ha impuesto el Fuenteovejuna en versión peruana, e incluso hemos sido testigos de actos de sadismo extremo –el linchamiento y la quema de dos personas en Huánuco acusadas de robo–, recordé un viejo evento que nos colocó en el mapa de la barbarie regional. El ajusticiamiento de un par de militares golpistas y la posterior incineración de sus cuerpos expresan la degradación política y social que vivió el Perú en vísperas de la Guerra del Pacífico.
Ajuste de cuentas en un Ejército corrupto, crisis terminal de una economía monoexportadora, violencia socializada por décadas de guerra civil y, sobre todo ,ausencia de instituciones y de liderazgo político son algunas de las razones que llevaron a la pira limeña de 1872. En definitiva, y guardando las distancias del caso, tanto ayer como hoy carecemos de las instituciones que canalicen el descontento de la población, en especial su clamor por una justicia que no llega.
En un país donde el poder es efímero y débil porque no descansa en instituciones sólidas y menos en un liderazgo responsable, urge una reflexión profunda sobre la senda peligrosa por la que estamos transitando. A puertas del bicentenario de la independencia, el objetivo debiera ser fortalecer al Estado para que la sociedad civil se sienta segura y, además, comprenda que la privatización de la justicia no es la solución de sus problemas, porque linchar a otro ser humano es degradar y degradarse a la vez.