Hace un mes, el presidente estadounidense Donald Trump visitó California, cuando este Estado sufría uno de los peores incendios forestales de su historia. Cuando los científicos le explicaron que el cambio climático era uno de los factores detrás del desastre, Trump respondió que el planeta “pronto se enfriará”. Uno de los científicos retrucó: “ojalá la ciencia estuviera de acuerdo con usted”, a lo que el mandatario replicó: “no creo que la ciencia sepa nada en realidad”.
Podríamos esperar respuestas parecidas de Jair Bolsonaro, en Brasil, o quizás de Boris Johnson, en el Reino Unido. ¿En qué momento la derecha moderna comenzó a ser anticientífica?
En los últimos 70 años, la relación entre la ciencia y la política ha sido difícil y cambiante. No hay mejor ejemplo que el caso de los Estados Unidos, el principal centro mundial de investigación. Después de la Segunda Guerra Mundial, el país celebró el inicio de una nueva era de desarrollo científico gracias a la energía nuclear, la exploración espacial, los inicios de la genética moderna y la informática. Estas innovaciones fueron posible gracias a alianzas forjadas entre científicos, universidades, empresas privadas y gobiernos. El programa Apolo de la NASA, por ejemplo, se realizó con un gasto de US$98 mil millones, según un informe del Congreso de EE.UU.
Estos increíbles avances ponían la ciencia al servicio del Estado, las empresas privadas y las ideologías que las dominaban. La Guerra Fría fue lidiada tanto o más en los centros de investigación que en el campo de batalla. Según un estudio de la Brookings Institution, la carrera armamentista nuclear entre Estados Unidos y la Unión Soviética le costó al primero –entre 1940 y 1996– un poco más de 5 billones (millón de millones) de dólares de 1998 (más o menos, US$9 billones actuales). No debe extrañar que, en esa época, los sectores progresistas eran los que menos confiaban en la ciencia, en comparación con la derecha conservadora.
Sin embargo, un estudio realizado por Gordon Gauchat (2012) muestra cómo a partir de la década de los 70, la confianza de la derecha en la ciencia empezó a disminuir y llegó a reducirse hasta en un 25% para el 2010. El menor apoyo entre los conservadores se ha consolidado, como revelan encuestas recientes realizadas por el Pew Research Center (2019).
De acuerdo a Chris Mooney (2005), la denominada “New Right” (nueva derecha) –que llegó al poder con Ronald Reagan en 1980– es la que contribuyó a minar esta confianza. Este singular movimiento político amalgamó la derecha económica (neoliberal) con cristianos ultraconservadores y grupos antiestatales de extrema derecha.
Este peligroso coctel atacó a la ciencia desde varios flancos. Los neoliberales consideran que afecta negativamente al mercado vía la regulación y medidas de protección al medio ambiente, por ejemplo, para mitigar el cambio climático. Los cristianos fundamentalistas refutan aspectos relacionados con la genética humana, la evolución, el origen del universo, el relativismo cultural y los estudios de género. Finalmente, la extrema derecha de base propaga una serie de conspiraciones contra la investigación científica (antivacunas, terraplanistas, el “engaño” del COVID-19).
Los líderes de esta derecha utilizan el miedo para movilizar a poblaciones cada vez más distanciadas del conocimiento científico que son, además, presas fáciles del nuevo populismo. Según la encuesta mencionada del Pew Research Center, los que afirmaban tener niveles bajos de conocimiento científico llegaban a confiar un 18% menos que los que tenían niveles altos.
Por otro lado, la parte más preocupada por el futuro del planeta ha encontrado en la ciencia a un poderoso aliado. El lema es claro, como repite la activista Greta Thunberg a los cuatro vientos: “escuchen a la ciencia”. Y no es porque pueda decirnos qué hacer. Hace más de 100 años, el sociólogo Max Weber nos advirtió que la ciencia no podía descubrir “significado” en la vida. Lo máximo que puede hacer es decirnos cómo funciona la realidad y, sobre esa base, nos permite tomar las decisiones que consideremos más apropiadas. Es decir, quizás pueda lograr que la política tenga contenido y que deje de ser un ejercicio banal que, por ahora, trata al mundo como un ‘reality show’.