Conocí a Horacio Zevallos, el “dirigente histórico” o principal creador del Sindicato Unitario de Trabajadores en la Educación del Perú (SUTEP), en Moquegua, a pocos kilómetros del pueblo donde él había nacido. Asistíamos a un evento organizado por el BCR para conversar sobre los problemas y las oportunidades de esa región.
En realidad, habíamos estado juntos sin conocernos en un evento anterior, también organizado por el BCR, un cursillo de fin de semana realizado en Cieneguilla y dedicado a ilustrar a congresistas y senadores sobre la economía. Pero su nombre lo tenía presente debido a un accidente casi fatal durante el evento. Zevallos asistía como diputado después de haber estado preso en la colonia penal del Sepa durante el gobierno militar, acusado de las huelgas y disturbios relacionados con la creación del SUTEP, encarcelamiento que lo había dejado muy debilitado por una diabetes. Debido a esa condición, unos tragos celebratorios en el evento le produjeron un colapso y fue salvado de morir solo por la acción de un funcionario del BCR quien lo llevó a gran velocidad en su propia camioneta a la emergencia de un hospital en Lima. Cuando el hospital no lo quiso recibir, el funcionario buscó la intervención de correligionarios de Zevallos para conseguir un tratamiento, pero ninguno lo apoyó. Al final, consiguió la atención necesaria y la vida de Zevallos fue salvada con el mínimo margen de tiempo. Fue especialmente simpático, entonces, descubrir al “dirigente histórico” en su tierra, quien me llevó a su restaurante favorito, con vista sobre el hermoso valle de Moquegua. Yo esperaba hablar del SUTEP, pero Zevallos quiso hablar de su tierra, y especialmente, de poesía. Desde la cárcel, me contó, había publicado una colección. Tristemente su enfermedad le causó la muerte poco tiempo después. Y tristemente también, años después, descubrí que ser poeta, si bien no descalifica, tampoco asegura un alma humana. Poetas fueron Mao, Nerón, Mussolini, Saddam Hussein y Stalin.
Años después busqué entender las decepcionantes cifras de las evaluaciones estudiantiles. La creación del fuerte sindicato “unitario” fue producto de sucesivas traiciones por parte del Estado, quien había estimulado, publicitado e inducido con sueldos aceptables una enorme multiplicación en las vocaciones docentes, pero que, empezando durante el gobierno militar, y luego continuando durante los años 80 y 90, redujo drásticamente el sueldo recibido por docentes que ya tenían poca opción de trabajo alternativo. Habían hecho su vida, preparándose, dedicándose, y muchos formando un hogar, cuando se encontraron económicamente varados por ajustes que no compensaban una fuerte inflación. Recuerdo la vergüenza que sentí durante un viaje con mis hijos, cuando pasamos un local de maestros en Ayacucho cuando ya tenía meses de iniciada la huelga, desde donde mendigaban a los turistas. (De regreso a casa, mis hijos les despacharon una caja con ropa usada).
Sin duda el proyecto sindical logró mejorar la situación económica del docente, pero esa mejora no se tradujo en más calidad docente. Es que para el docente la “mejora” tenía dos componentes. Una era el sueldo, que se elevó parcialmente. La otra era la exigencia laboral, o contrapartida, consistente en horas y calidad de trabajo, exigencias que se fueron reduciendo, pero que eran poco visibles para el público. Ambos ajustes favorecían al docente, pero el segundo solo al docente. Pedirle menos horas de preparación, de continua capacitación, y de coordinación con el equipo docente ciertamente favorecían al trabajador compensando sus bajos sueldos, pero reducían la calidad de la docencia, perjudicando al alumno.
Al final, Estado y sindicato terminaron siendo cómplices de una estafa a los alumnos, dando la impresión de un continuado esfuerzo, en números de docentes y horas de trabajo, pero a costa de la calidad de ese trabajo. Estado y sindicato terminaban sacrificando disciplina y calidad, factores poco visibles para el público.